Por: Johan Steed Ortiz Fernández
Se va un símbolo. Otro pedazo de lo que fuimos. Y esta historia no empezó hoy.
El Atlético Huila dejará de existir. En un comunicado, escondido casi al final, soltaron la bomba: “ (…) en cumplimiento a un estricto requerimiento del Municipio de Yumbo, el Club no disputará sus partidos en el nuevo emplazamiento bajo el nombre de Atlético Huila (…)”.
No sorprendió, pero duele como si nos arrancaran un pedazo de identidad: ya no escucharemos a la hinchada cantando por nuestro equipo. Borraron el amarillo del mapa y aquí seguimos como si nada.Hay derrotas que no se sufren en la cancha sino en la conciencia. Esta vez no hubo marcador, ni polémica arbitral, ni descenso: hubo algo peor. Nuestro Atlético Huila, nuestros colores, nuestra memoria, nuestra camiseta, se acaba y la ficha del equipo jugarán de local ahora en Yumbo. ¿Dónde? Sí, en Yumbo: un municipio tres veces más pequeño, sin nuestra jerarquía ni historia deportiva, pero con algo que aquí se volvió exótico: gestión y cumplimiento.
Neiva, capital de casi 400 mil habitantes, debería ser ancla deportiva del sur del país. Pero mientras aquí acumulamos ruinas, endeudamientos sin sentido y proyectos inconclusos, Yumbo saca pecho sin timidez. En este fútbol no gana el más grande: gana el que trabaja. Fue una goleada y ni siquiera pudimos defender a nuestro equipo.
La capital industrial del Valle superó a una capital departamental hipnotizada por la desidia eterna. Esa base económica le permite a Yumbo hacer lo que en Neiva suena a promesa eterna: mantener un estadio operativo, con gramilla e iluminación.Por eso el digno mini estadio Raúl Miranda donde no murió nadie y con apenas 3.500 sillas (como nuestro Parque de la Música imagínese), ya recibe fútbol profesional. Allí juega Orsomarso y una comunidad que respira fútbol. No es monumental, pero funciona. Y En Yumbo no necesitan fotos para redes, ni planos 3D, ni discursos: solo que el balón ruede, así sea con el equipo disfrazado con otro nombre.
Mientras tanto, en Neiva… el Guillermo Plazas Alcid sigue esperando ser recuperado, atrapado en la palabra que más daño nos ha hecho: “reconstrucción”. Años de excusas, ruinas y responsabilidad diluida entre alcaldes endeudadores, concejales cómplices y gobiernos de turno, que hablan de progreso mientras firman créditos que hipotecan el futuro. En 2025 se firmó otro convenio para rehabilitar la tribuna occidental. Un convenio más, otra esperanza más y ningún gol todavía. Sin equipo profesional y con las ruinas de un estadio endeudado, seguimos discutiendo lo obvio: hay que dejar funcional el Plazas Alcid con menos recursos y priorizar también la villa olímpica.Porque un estadio sin equipo profesional es como un tamal sin relleno: puro envoltorio y nada de corazón. Un elefante blanco del deporte parqueado en mitad de la ciudad.
Y, sin embargo, lo más indignante, hubo evidencia técnica que decía otra cosa. Neiva sí tuvo un estudio que avalaba reforzar y habilitar el estadio. Y en 2022, la Dimayor autorizó su uso tras adecuaciones hechas por la administración anterior. Ese año, el presidente del Atlético Huila, Juan Carlos Patarroyo, lo dijo sin rodeos: con “mantenimientos, reparaciones básicas, mejoras en camerinos, baterías sanitarias e iluminación”, el Plazas Alcid cumplía los requisitos mínimos para jugar en primera división.Entonces, ¿qué cambió? ¿Cómo pasamos de un estadio habilitado y avalado por ingenieros calculistas a un escenario de repente inviable? La sensación es inevitable: el problema nunca fue técnico, sino político y económico. La narrativa del “no se puede” cayó perfecta en el libreto de quienes buscaban justificar la salida del equipo ante la falta de apoyo y patrocinio institucional. Demasiada coincidencia, demasiado silencio administrativo, como si todo hubiese preparado el terreno para que Yumbo levantara la mano.
No siempre fuimos esta ciudad resignada. El Huila brilló cuando la Aplanadora Opita puso su nombre en el mapa nacional; cuando vecinos del barrio Las Granjas, sin favores ni contratos, reunieron firmas, recursos y voluntades para que el fútbol profesional regresara después de más de cuarenta años. Eso lo hizo la gente, no los gobiernos.Por eso duele ver cómo ese trabajo ciudadano se desmorona sin que nadie rinda cuentas. ¿Quién responde por la pérdida de un símbolo que costó décadas levantar?
Mientras la ciudad sigue atrapada en inseguridad, pobreza y desorden institucional y, en medio de esa desconexión, el fútbol, una de las pocas pertenencias que nos unía, termina siendo otra víctima más de la politiquería.Porque perder al Atlético Huila no es perder un equipo: es perder identidad, comercio, orgullo, arraigo, historia. Lo que perdemos no es solo fútbol, es la posibilidad de reconocernos en algo propio, compartido, amarillo y vivo cada domingo en Neiva.
Cada fecha que no se juega en Neiva es menos economía local, menos niños soñando con el amarillo, menos pertenencia. Se llevaron 35 años de historia. Una traición que hoy se maquilla con discursos de resignación, como si perder al Atlético Huila fuera un daño menor y no la evidencia más dolorosa del abandono que vive la ciudad.La diferencia no es de tamaño, sino de prioridades y de gestión. Neiva no puede seguir perdiendo símbolos. Es humillante.Ya nuestro Barcino bambuquero no bramará nunca más.
Y cuando Sergio Petro, el reportero que siguió al Atlético Huila durante veinte años, dijo que ver partir al equipo era como perder una parte de sí mismo detrás de la cámara, entendí que esta herida no es solo deportiva: es íntima, es generacional, es territorial.
Porque si quienes no nacieron aquí también lloran esta pérdida, ¿qué nos queda a quienes crecimos soñando con el amarillo?A este paso, quién quita que terminemos con dos estadios sin fútbol y una ciudad que, poco a poco, va perdiendo hasta su alma.








