Por: Adonis Tupac Ramírez
Por años hemos escuchado la misma cantaleta: que la culpa de todo la tienen los políticos, que las autoridades no sirven, que el país está como está por los de arriba. Y sí, hay corrupción, negligencia e ineficiencia en muchos niveles del poder. Pero hay una pregunta que nos incomoda profundamente y que rara vez nos hacemos: ¿Y nosotros qué tanto aportamos –o deterioramos– la vida en comunidad?
Hagamos un test sencillo y brutalmente honesto. ¿Paga sus impuestos sin buscar atajos? ¿Respeta las señales de tránsito, no parquea en zonas prohibidas, no soborna a los agentes de tránsito? ¿Trata con dignidad a sus empleados, paga prestaciones sociales y seguridad social como corresponde? ¿Recoge los excrementos de su mascota cuando la saca a la calle? ¿Educa a sus hijos en el respeto por las normas? Si responde con sinceridad, tal vez descubra que el problema no es solo externo.
En ciudades como Neiva, que alguna vez fueron oasis de tranquilidad, hoy se impone el caos: el tráfico es agresivo, las normas se incumplen con descaro, y cualquier llamado a respetarlas puede terminar en una discusión violenta. Lo que se vive en la calle es solo el reflejo de una cultura que se ha ido degradando lentamente, una cultura que aplaude la trampa, celebra la “viveza” y premia la ley del más fuerte.
Y no, no es un asunto exclusivo de las autoridades. Es un problema de base, de formación, de valores. La honestidad, la solidaridad, la ética, la lealtad no se enseñan solo con discursos. Se aprenden en casa, se refuerzan en el colegio, se practican en la universidad, se consolidan en el trabajo. Pero hemos descuidado ese proceso. Hemos normalizado el “todo vale” y hemos dejado de ver el daño que nos hacemos como sociedad.
La solución existe, pero no es mágica. Requiere voluntad política, sí, pero también compromiso ciudadano. Un verdadero cambio pasa por implementar programas de educación ciudadana continuos, desde la infancia hasta la adultez, que no sean simples campañas pasajeras, sino ejes estructurales de desarrollo. Necesitamos formar ciudadanos íntegros tanto como ingenieros, médicos o abogados.
Y sobre todo, debemos dejar atrás la actitud mendicante que espera que el gobierno resuelva todo mientras nosotros seguimos violando cada norma que nos incomoda. El cambio solo será posible si dejamos de ver al Estado como padre proveedor y empezamos a asumirnos como ciudadanos responsables. La acción debe ser bidireccional: de las autoridades hacia la gente, pero también –y sobre todo– de la gente hacia su ciudad, su entorno, su comunidad.
Quizás el problema no sean solamente los políticos. Quizás el verdadero reto es mirarnos al espejo.








