En medio del desorganizado debate sobre la Reforma a la Salud, que busca solventar uno de los problemas estructurales más grandes que tiene Colombia, un evento atípico captó la atención de la mísera política nacional: la congresista Katherine Juvinao fue grabada mientras consumía un vaporizador en plena sesión del Congreso.
De este acto inmaduro y fuera de lugar, lo que más llamó mi atención no fue el sabor del ‘vape’, sino el foco de indignación colectiva que, con la velocidad de un tuit, los miembros del Pacto Histórico convirtieron en tendencia nacional.
Mientras el país se entretiene debatiendo sobre el vapeo de Juvinao, las verdaderas colillas de nuestra política se deslizan bajo la alfombra. Mientras nuestro sistema de salud lleva al desamparo a millones de colombianos, muchos prefieren alzar la voz sobre una conducta ridícula e intrascendente.
El vapeo de Juvinao, ¡imperdonable!, gritan quienes conforman su oposición. Pero, ¿qué hay de los congresistas que abiertamente confiesan consumir sustancias mucho más fuertes a diario?, ¿Qué pasa con las costumbres que persiguen al propio Presidente, cuya salud mental y física parece ser tema tabú, a pesar de las evidencias? Solo silencio.
Es entristecedor ver cómo en nuestro país los líderes políticos eligen minuciosamente sus batallas morales.
Claro está que la conducta de Juvinao es reprochable. Su acción envía un mensaje peligroso a una generación joven que ha normalizado el consumo de vaporizadores en cualquier momento y cualquier lugar, exponiéndose a enfermedades como trastornos pulmonares y enfermedades cardiovasculares advertidas ya por la Organización Mundial de la Salud. La irresponsabilidad de su gesto no solo afecta su imagen, sino también la del espacio que como profesional representa: el Congreso. El templo que, al menos en teoría, debería ser el corazón de nuestra democracia, es degradado por actos como el de Juvinao y de igual manera por el reproche cínico de su oposición.
Comparemos nuestra institución máter con la de Estados Unidos. Allá el Congreso es visto como un templo de la democracia, donde cada acción de un representante es escrutada con lupa; donde diversos pueblos se ven representados con altura con el fin de llegar a consensos nacionales. Aquí, en cambio, el Congreso es casi un circo lleno de corrupción y desorden, donde el vapeo es sin duda el menor de los pecados.
Y esta indiferencia hacia la dignidad del recinto no es gratuita, es el reflejo de cómo hemos permitido los ciudadanos que los políticos hagan y deshagan mientras nosotros callamos por desconocimiento, ignorancia y miedo, arrastrando nuestro futuro por los caminos de la incompetencia y la corrupción.
Quizás, más que criticar el vapeo de Juvinao, deberíamos preocuparnos por el humo de las cortinas que cubren nuestras verdades más cómodas. Si los ciudadanos no exigimos un Congreso que respete su misión y que sea estricto con quienes lo componen, ni luchamos porque sea tajante con su normativa, nuestros políticos jamás entenderán que representar a su pueblo es un honor.
Con el aroma de un café colombiano, lo saludo,
Santiago Ospina López








