Por: GERARDO ALDANA GARCÍA
Cuando, incluso la muerte, ha dejado de asombrar al hombre, la sociedad está muy cerca del límite en el que se desploma. Este país del que nos jactamos poseer, gracias a sus fortalezas naturales, se delezna cada mes, cada año, cual si fuese montaña de suelo arenoso a la que el río crecido besa mordazmente sus pies. Quienes viven lejos de un municipio a diario bañado por sangre, apenas comentan la noticia: qué terrible, se escucha entre unos y otros, pero apenas con el estupor que causaría un chisme de barrio sobre un marido infiel. Y al día siguiente varias muertes más producto de atentados por el dominio de un mercado de drogas, o quizás, bajo el estímulo de una bandera de un rancio idealismo que hace perder la razón. Pareciera no importar si la muerte es la de un aspirante a la presidencia o la de un soldado de la patria emboscado, o la de un joven maldecido que, desde niño, y aún impúber, ciega sus ojos de sicario para arrebatar la vida de alguien a quien ni siquiera conoce.
Recuerdo uno de mis poemas inéditos en el que se retrata el escepticismo de la vida cuando los actos de muerte gobiernan la mente humana. Se llama: FARSANTE. No confió en predicados de paz,/cuando el noticiero grita un nuevo muerto./ Al diablo con plegarias de amor/en medio de la ciudad que sacrifica a los jóvenes/mientras retrata la miseria de los grandes./Si, escupo sin recato alguno./ la toga bajo la cual hiede el delito./Ya no quiero los sonidos,/del collar del Buda/a orillas del Ganges,/incapaz de purificar sus muertos./ Déjenme solo, con mis tinieblas./Acaso en los brazos de la diosa muerte,/dormite para siempre mi martirio.
Hace pocos días, cuando escuchaba las peticiones de decenas de bogotanos frente a la clínica de la Fundación Santafé, clamando por la recuperación del joven político Miguel Uribe Turbay, cuyo único pecado pareciera ser, el ser brillante, inteligente, juiciosamente contestario, y con un perfil familiar heredado que lo hace presidenciable, le pregunté a un líder religioso de una corriente espiritual no convencional, sobre el poder de las oraciones para la recuperación del Dr. Uribe Turbay. Me dijo; claro que sirven; pero, duele lo que debo decirte: Colombia tiene un karma nacional cuya deuda supera con creces las posibilidades de redención. Solo hay un camino, decía: el perdón y la reconciliación.
Me gustó lo dicho por este hombre, ciertamente, un obispo de una corriente espiritual conocida como gnosticismo. En medio del odio que, con delicadeza o sin recato alguno, suelta, no solo el mandatario, si no también los opositores que ya no aguantan más los excesos de decisiones contrarias a la sensatez, a la que se suma la diaria cadena de informaciones en sendos medios de comunicación y redes sociales que cuestionan el ejercicio del actual gobierno, se hace difícil advertir un ambiente de reconciliación, y, muy al contrario, el colombiano parece sentirse vacío, vacuo de esperanzas y entonces la frustración nacional cunde al punto de generar una especie de orfandad en los hogares, similar al árbol cuyas raíces se están quedando al aire cuando nubes y viento impulsan rocas y barro en convulso discurrir acometiendo el subsuelo. Pero el camino del diálogo debe construirse a partir de la sinceridad en las causas de beneficio común y la nobleza y humildad para decir: lo siento, me equivoqué. Es entendible que un pensamiento y proceder de esta naturaleza solo puede venir si todo aquel que detenta poder, bien de gobierno o bien de opinión, tiene la capacidad de auto observarse y auto analizarse para descubrir que en su interior habitan las causas del odio que se irradia en discursos, entrevistas o decretos.
Todos los colombianos deberíamos preguntarnos qué haríamos al día siguiente de descubrir que hemos perdido la vida. Si, bien sea el más exaltado genio de la política o el crudo e insensible asesino cuyos nervios antes de disparar yacen en el congelador de su conciencia dormida; o el narcotraficante que pervirtió con dinero fácil al barrio o la ciudad que enloqueció en excesos de sentidos estimulados por la oportunidad y la ventaja sobre el otro, su hermano, su congénere. Seguramente, al saber que ya no somos nada; o al menos para este mundo, seguramente, contritos y humillados, desearíamos una nueva oportunidad para vivir, para ser mejor.








