Amadeo González Triviño
Definitivamente los conceptos que día a día evolucionan nos permiten entender la necesidad de dimensionar una política institucional direccionada hacia una pedagogía por la paz, donde el fin último de toda convivencia, esté centralizado sin lugar a dudas, en la búsqueda de un acercamiento y un direccionamiento de la racionalidad humana de los colombianos hacia una paz integral, hacia la comprensión del otro, hacia la participación igualitaria en todos los procesos de socialización y de respeto mutuo, partiendo de la premisa de que la única forma de agradar al Dios de todos los dioses, es haciendo posible la convivencia pacífica y el respeto del otro.
No es posible que continuemos en esta diatriba de los odios y los resentimientos, sociales, de clase, de género y de condición económica en la que nos hemos centralizado para el manejo del poder político, ya que hasta en lo más mínimo, se mira al otro, se analiza y se ubica, dentro de los bandos en conflicto por su apariencia, por el engaño y por la falsa imagen que nos formamos unos de otros o quizá de nosotros mismos.
La polarización es total. Cada día cobra más víctimas y éstos asumen a su vez, posición de victimarios en una dialéctica perversa, para justificar o encauzar las formas de buscar el eco de sus afanes o de sus pretensiones en los roles que se requieren para figurar en vida pública.
Mientras todo esto se da, se ve con preocupación decisiones de las corporaciones de justicia y de sus administradores que en nada contribuyen hacia el fin para cual fueron institucionalizados y por el contrario, terminan siendo los comodines a los cuales se recurre por unos y por otros, más por aquellos del pasado, que por los que buscan un cambio o una regeneración del pensamiento social, y se suman a las voces de la disidencia, de la oposición y por qué no, de ese golpe blando que se ha urdido hace mucho tiempo ante la supuesta democracia que vivimos, que cada día, refrenda nuestro dicho: somos herederos de una democracia de papel que solo se pregona en la medida en la que defiende los intereses de los que han marcado el descalabro social de nuestra patria y de nuestros conciudadanos.
No podemos dejar de mencionar el hecho singular de que después de cien años de superada la guerra de los mil días, que dejó en crisis económica las finanzas y la proyección social del pueblo colombiano, se comenzó a vivir una guerra interna por los años mil novecientos cuarenta que se perpetúo con una de las guerrillas más antiguas del mundo, hasta cuando después de muchos intentos fallidos, se logró pactar un acuerdo de paz, el mismo pueblo colombiano, en las urnas, motivado por la extrema derecha y los sectores que han usufructuado el poder de la guerra, se opuso y dio un no a la aprobación de dicho acuerdo, con la consiguiente modificación en los planes que llevaron a su implementación posterior.
Sin embargo el mismo ejercicio del poder político que se sucedió al poco tiempo después de su firma, se pretendió “hacer trizas” el acuerdo y se dilató su implementación, generando con ello, el resurgimiento de nuevos grupos que ocuparon el espacio dejado por aquellos y se presentaron disidencias, que se sumaron a lo que hoy por hoy, son esas formas de delincuencia organizada que no nos permiten tener sueños y esperanzas de la convivencia nacional que tanto hemos esperado por ver para nuestros hijos y mucho menos, para las futuras generaciones.
Todo esto nos impone que la guerra fría que se vive entre los partidos políticos y los casi cien grupos con nombres de movimientos sociales dispersos, pero en extremo definidos por la polarización como de izquierda y de derecha, establezcan y propongan algún día, una estrategia donde la pedagogía por la paz, sea la base de un futuro que no dejamos de soñar, que no dejamos de esperar, mientras las balas y los asesinatos se planean y se ejecutan desde cualquier rincón de nuestra heredad, y la víctima puede ser un líder, un conocido o quizá nosotros mismos.








