Ruber Bustos Ramírez
Este 20 de julio viví una mezcla de esperanza y frustración al seguir la instalación del Congreso. Le tocaba al presidente Petro presentar un discurso con cifras y promesas, y a la oposición responder. Lo vimos: un momento que podría haber sido valioso, pero que terminó reflejando lo peor del actual ambiente político.
Petro habló durante cerca de tres horas, según El País, defendiendo logros como la reducción de la inflación del 13,8 % al 4,82 % y un crecimiento del 2,7 %, gracias al aumento del salario mínimo.
También resaltó la reducción de la parapolítica y los crímenes de Estado, asegurando que ahora “ya no debaten sobre si había que masacrar a los jóvenes” sino sobre reformas sociales. Sin embargo, su tono confrontativo fue evidente: acusó a gobiernos anteriores, cuestionó medios de comunicación y se refirió a opositores como “groseros” y “calumniadores”. Hasta alzó el puño cuando la oposición lo interrumpió, gesto que luego justificó como símbolo de “resistencia y lucha por la justicia social”.
Entiendo que Petro quiera evidenciar avances reales. Pero su forma de presentarlos y un tono que volvió a polarizar no ayuda a construir puentes. Hablar de cifras sin admitir errores, ignorar temas clave como inseguridad y salud y revestir todo con acusaciones no trae unidad, sino que alimenta la división.
En la réplica, la congresista Lina María Garrido (Cambio Radical) se plantó frente al presidente. Reconoció que lo votó en su momento, pero sin medias tintas lo acusó de “palabrería vacía” y le reclamó falta de resultados concretos. Recordó temas sensibles como la corrupción en la UNGRD, los atentados y violencia que persisten. Su discurso tuvo fuerza simbólica, pero en lugar de señalar soluciones, pareció más un catarsis colectiva que una propuesta. Y cuando el ministro Benedetti anunció acciones legales por injuria, vimos otra vez la judicialización del debate.
En mi sentir, ambos bandos fallaron. El Gobierno mostró logros reales, pero lo entregó de forma combativa, sin admitir errores ni propiciar escucha activa. La oposición tuvo el pulso de la verdad al mencionar temas urgentes, pero no presentó propuestas concretas de seguimiento, solución o diálogo. Se quedó en la denuncia y el reproche, sin avanzar hacia la construcción.
¿Qué necesitamos entonces? Primero, que Petro baje el tono acusador, reconozca desaciertos —por ejemplo en salud o seguridad— y proponga soluciones dialogadas. Segundo, que la oposición salga de la trinchera de crítica constante y presente propuestas claras y viables: ¿qué control quiere hacer del presupuesto? ¿Cómo piensa mejorar la paz rural o la justicia restaurativa? Señalar insuficiencias es válido, pero sin alternativa parece una queja inofensiva.
El Congreso inaugurado este 20 de julio debía ser un espacio para renovar un pacto social, no para escenificar confrontaciones. Tenemos reformas importantes en puerta (paz total, justicia restaurativa, transición energética). Pero si seguimos en ciclos de acusaciones, los proyectos caerán en obstaculización y polarización. Colombia necesita seguimiento ciudadano riguroso —tanto al Gobierno como a la oposición—, más que gritos de guerra.
El verdadero servicio que ambos pueden ofrecer es a la ciudadanía: alcanzar acuerdos mínimos, definir plazos reales, evaluar avances y corregir fallos. Un Congreso constructivo no es uno en donde gana uno o el otro, sino en donde se logra consenso y responsabilidad compartida.
En definitiva, tal como van las cosas, este 20 de julio dejó ver un Congreso dividido, en el que las palabras tuvieron más impacto que las acciones. Ojalá los próximos meses traigan comisiones de seguimiento reales, mecanismos de rendición de cuentas creíbles y, sobre todo, un discurso más sereno. Sí, esta es una columna crítica, porque creo en Colombia y sé que podemos hacerlo mejor. Pero así como el Gobierno y la oposición claman atención, también lo podemos hacer nosotros, la ciudadanía, exigiendo coherencia, ideas claras y proyectos que llenen la discusión de sentido, no de rencores.








