Por: Juanita Tovar
Tengo un recuerdo borroso pero imborrable de noviembre de 1995. Tenía seis años y, aunque mi mundo era pequeño, hecho de juegos, cuentos y la seguridad de una casa donde me querían, algo se quebró ese día. El país entero se detuvo. Los adultos hablaban en voz baja, las noticias repetían una y otra vez la misma imagen ensangrentada, y el nombre de Álvaro Gómez Hurtado se grabó en mi mente sin que yo entendiera por qué. No sabía qué era un magnicidio ni por qué Colombia llevaba décadas enterrando a sus líderes: Luis Carlos Galán, asesinado en 1989 cuando soñaba con la presidencia; Bernardo Jaramillo, de la Unión Patriótica, masacrado en 1990; Carlos Pizarro, firmante de paz convertido en blanco fácil, acribillado ese mismo año. Tampoco entendía por qué mi abuelo cerraba los puños cuando mencionaban a Jaime Pardo Leal, otro nombre en esa lista interminable. No conocía el significado de “violencia política”, pero sí entendí el miedo. El miedo de mis padres, el dolor de mis abuelos, la rabia contenida de mis tíos. Colombia, otra vez, se desangraba.
Hoy, 30 años después, esa escena se repite. Pero ya no soy niña: soy la madre que ve a sus hijas confundidas, preguntando por qué un hombre al que habían oído mencionar, un exalumno de su mismo colegio, una figura pública, fue asesinado. Miguel Uribe Turbay no era un desconocido para ellas. Su nombre salía en conversaciones, sus logros eran mencionados con orgullo en esas paredes que, supuestamente, debían ser un refugio de formación, no un recordatorio de la muerte. Y de nuevo, como en 1995, el país se paraliza. Pero hay una diferencia: luego de más de 30 años de horror, nada nos une. Todo lo contrario.
Lo más desgarrador no es solo el crimen —que ya es suficiente—, sino la manera en que hemos reaccionado. Mientras la familia de Miguel Uribe Turbay intenta procesar lo impensable, los actores políticos convierten su dolor en un campo de batalla. Sin pruebas, sin respeto, sin un ápice de decencia, se lanzan acusaciones como si la tragedia fuera un juego de culpas. Unos insinúan que el Gobierno ordenó el crimen; otros, con una frivolidad que indigna, sugieren que fue un “autoatentado”. Y, en medio del caos, funcionarios públicos bromean sobre el “riesgo de hacer política”, comparándolo con andar en bicicleta, como si la muerte fuera un chiste o un daño colateral aceptable.
Pero lo peor no es la clase política, que ya sabemos en lo que se ha convertido, sino nosotros mismos. Las redes sociales, ese espejo deformante de lo que somos, muestran el verdadero rostro de una sociedad que no ha aprendido nada. En lugar de duelo, hay linchamientos digitales. En lugar de reflexión, hay memes. En lugar de solidaridad, hay una competencia por ver quién insulta más fuerte, quién deshumaniza mejor al contrincante. No importa si el muerto era un aliado o un adversario: lo importante es usarlo como arma.
¿En qué momento normalizamos esto? ¿Cuándo aceptamos que la violencia fuera el lenguaje predeterminado de nuestra convivencia? No es que hayamos retrocedido al pasado: es que nunca salimos de él. Seguimos siendo el mismo país que mató a Gaitán, a Galán, a Gómez Hurtado, a tantos otros. La lista es larga y sangrienta, y cada nombre añadido es un fracaso colectivo. No es progreso que ahora los cadáveres se vuelvan tendencia en Twitter. No es evolución que los discursos de odio se disfracen de opinión.
Lo más triste es que, en el fondo, todos lo sabemos. Sabemos que esto está mal, que nos estamos destruyendo, que cada vez que un crimen como este ocurre, perdemos un pedazo de humanidad. Pero seguimos adelante, repitiendo los mismos errores, como si no hubiera otra opción. Como si la violencia fuera nuestro destino inescapable.
A mis hijas les digo que no es normal vivir así. Que un país no puede funcionar cuando el miedo y la desconfianza son el pan de cada día. Pero me cuesta explicarles por qué, entonces, seguimos permitiéndolo. Por qué nadie detiene la máquina de odio. Por qué, en vez de exigir justicia con dignidad, preferimos convertir el luto en otro capítulo de nuestra eterna guerra.
Miguel Uribe Turbay merecía vivir. Su familia merece paz. Y nosotros, como sociedad, merecemos dejar de ser cómplices de esta cadena interminable de dolor. Pero, para eso, hay que hacer algo radical: callar. Callar los insultos, las teorías conspirativas, las ganas de ganar puntos políticos con la muerte ajena. Callar y, por una vez, escuchar el silencio que deja un hombre bueno caído. Quizás ahí, en ese vacío incómodo, entendamos por fin lo que nos hemos hecho.
Y así seguimos, treinta años después, repitiendo los mismos créditos de la misma película trágica. Como en Rodrigo D: No futuro, aquel filme de 1990 cuya dedicatoria era para todos los jóvenes devorados por la violencia de Medellín, asesinados sin cumplir los 20 años por cuenta de la absurda violencia, hoy podríamos añadir, en letras blancas sobre fondo negro, los nombres de todos los que han caído después. Los rostros que se nos fueron mientras el país discutía teorías conspirativas en lugar de exigir justicia. Las vidas truncadas por balas que siguen siendo, como entonces, el argumento más repetido de nuestra historia.
No hemos evolucionado en nada. Solo hemos cambiado los nombres en la dedicatoria. La violencia sigue siendo el mismo monstruo, solo que ahora, en lugar de apagar sueños en callejones, los borra en carreteras, en plazas públicas, en salones de colegio. Seguimos filmando la misma película, con los mismos guiones de odio, los mismos directores indiferentes y un público que, entre lágrimas y rabia, sigue pagando entrada para ver cómo nos destruimos. ¿Cuántas generaciones más tendrán que aparecer en estos créditos antes de que entendamos que el futuro no puede construirse sobre cadáveres?
Esta columna está dedicada a Miguel Uribe Turbay. Y a todos los que, como él, merecían lo que les quitamos.








