Por: Juanita Tovar Sandino
El Consejo de Ministros, como máxima instancia de deliberación gubernamental, debe ser un espacio de seriedad, responsabilidad y construcción de consensos orientados al bienestar del país. Sin embargo, la sesión del martes dejó al descubierto profundas divisiones internas en el gobierno y, aún más preocupante, serias deficiencias en su capacidad de gobernar con eficacia. La decisión de transmitir en vivo la reunión a través de los canales públicos, un hecho sin precedentes en nuestra historia republicana, transformó este foro de alta dignidad en un espectáculo público. En lugar de fortalecer la institucionalidad, la transmisión pareció responder a estrategias populistas, exponiendo vanidades personales y restando legitimidad a un espacio que debería estar centrado en el interés general.
El Consejo de Ministros en Colombia está regulado principalmente por la Ley 489 de 1998. Según el artículo 47 de esta ley, el Consejo de Ministros está conformado por todos los ministros convocados por el presidente de la República. Es el máximo órgano de deliberación del Poder Ejecutivo y, por ello, se trata de una instancia en la que el presidente y su gabinete discuten y toman decisiones clave para la administración del país. No es un foro de debate abierto ni un escenario de espectáculo mediático. Asisten los ministros de cada cartera, asesores y, en algunos casos, funcionarios invitados cuando la agenda lo amerita. Su propósito es garantizar la coherencia de la acción gubernamental, planificar políticas públicas y coordinar la ejecución de las estrategias nacionales.
La naturaleza de estos encuentros exige discreción y seriedad. Su carácter reservado no obedece a un capricho burocrático ni a una falta de transparencia, sino a la necesidad de que los responsables de la gestión pública puedan deliberar con total libertad y sin presiones externas. Es allí donde se trazan los caminos del desarrollo, se discuten políticas sensibles y se toman decisiones que afectan a millones de ciudadanos. La deliberación interna no puede estar supeditada a la teatralidad de la política mediática.
Sin embargo, la transmisión en vivo del Consejo de Ministros desdibujó esta función fundamental y convirtió el ejercicio de gobierno en un acto sin filtro. Lo que debió ser un espacio de toma de decisiones se transformó en un escenario de disputas internas, algunas incluso de carácter personal, de discursos vacíos y de intentos de posicionamiento individual dentro del gabinete. La falta de cohesión fue evidente, con ministros que expusieron diferencias irreconciliables y posturas encontradas en lugar de mostrar una visión unificada del gobierno.
Pero lo más grave no es la falta de consenso interno, sino el mensaje que se le envía a la ciudadanía: el gobierno no solo está fragmentado, sino que parece más preocupado por la construcción de relatos populistas que por la implementación de soluciones efectivas. La política no es un espectáculo, y gobernar no consiste en ofrecer frases vacías para ganar el aplauso de las masas. Se trata de diseñar políticas públicas con responsabilidad, de tomar decisiones con base en el rigor técnico y de ejercer el poder con la solemnidad que demanda el cargo. El problema de fondo radica en que este tipo de acciones no fortalecen la democracia, sino que la debilitan.
Exponer las sesiones del Consejo de Ministros a la opinión pública no garantiza mayor transparencia; al contrario, incentiva la simulación y el artificio. La política se convierte en un ejercicio de escenificación, donde los ministros no argumentan para persuadir a sus colegas, sino para ganar protagonismo ante las cámaras. Se prioriza la retórica sobre la gestión efectiva y se abre la puerta a la demagogia, tal como ocurre en Venezuela, donde los actos del alto gobierno parecen sacados de la novela de Orwell. En nuestra tradición republicana, los espacios de deliberación gubernamental han sido siempre formales y protegidos del ruido mediático. No porque el gobierno deba actuar a espaldas del pueblo, sino porque hay discusiones que requieren prudencia y sensatez. La democracia se construye con instituciones sólidas, con liderazgos responsables y con decisiones basadas en el interés común, no con la exposición innecesaria de las pugnas internas del gabinete.
Es cierto que los ciudadanos tienen derecho a saber qué hace su gobierno, pero una cosa es garantizar la rendición de cuentas y otra muy distinta es intentar capitalizar políticamente la gestión a través de medidas populistas. La transparencia no se logra con espectáculos televisados, sino con resultados concretos. La confianza en las instituciones no se construye con discursos pomposos, sino con políticas públicas eficaces. Asimismo, el respeto por la institucionalidad no se demuestra con la apertura indiscriminada de espacios reservados, sino con la correcta administración del poder.
Ese episodio deja una lección clara: el populismo y la gobernabilidad son incompatibles. Los gobiernos que buscan la aprobación popular a través de gestos vacíos terminan perdiendo credibilidad y erosionando su capacidad de gestión. Un Consejo de Ministros no es una tarima para exhibir vanidades personales ni un foro para la confrontación pública. Es un espacio de deliberación seria, donde se deben trazar las estrategias que definirán el rumbo del país.
Urge que el gobierno reflexione sobre el impacto de sus decisiones y recupere la seriedad en su ejercicio. La institucionalidad no puede ser sacrificada en el altar del espectáculo político. Si queremos fortalecer la democracia, debemos exigir que quienes ostentan el poder lo ejerzan con responsabilidad, con rigor y con el respeto que merecen las instituciones republicanas. Gobernar implica mucho más que encender una cámara; implica asumir con entereza el desafío de construir un país mejor. La política no puede ser un show, incluso pareciera que todo fue un libreto, ¿o usted qué piensa?








