Por: Oscar Eduardo Trujillo Cuenca
oscartrujillo79@gmail.com
La salud mental ha comenzado a tomar fuerza en las conversaciones urbanas, en los medios de comunicación, escuelas, empresas e incluso en la agenda pública. Sin embargo, hay un lugar donde este tema aún vive en el silencio, y es en el campo. Y no porque no exista esta problemática, sino porque muchas veces no se nombra, no se atiende y peor aún no se permite.
En las zonas rurales del Huila y de Colombia, la salud mental no se ve, pero se siente en el rostro cansado del productor que no logra vender su cosecha, en la madre cabeza de hogar que calla sus angustias para no preocupar a sus hijos, en el joven que quiere quedarse, pero no encuentra oportunidades, o en el adulto mayor que vive solo, rodeado de tierra, pero con el alma deshabitada.
La depresión, la ansiedad, el duelo, el agotamiento emocional, el miedo al futuro o la desesperanza no son exclusivas de las ciudades, pero mientras en estas se habla de bienestar emocional, en el campo todavía se responde con frases como “échale ganas”, “usted puede solo”, o “eso es de locos”; esa normalización del sufrimiento silencioso, ese estoicismo forzado, nos está costando vidas, vínculos, proyectos, humanidad.
El campo colombiano ha resistido históricamente el abandono estatal, la violencia, el desplazamiento, el olvido institucional, pero esa resistencia también ha dejado heridas emocionales profundas y no podemos seguir ignorándolas, porque no hay desarrollo rural posible sin bienestar psicológico, no hay productividad sostenible si la mente está fracturada, no hay paz si el alma sigue herida.
Necesitamos hablar, sin miedo, de salud mental rural; necesitamos llevar psicólogos a las veredas, sí, pero también llevar escucha, comprensión, tiempo; necesitamos formar líderes sociales que entiendan el valor del cuidado emocional, necesitamos enseñar en las escuelas rurales que pedir ayuda no es debilidad, sino valentía, y sobre todo, necesitamos que el Estado vea la salud mental no como un lujo de ciudad, sino como un derecho fundamental en cualquier rincón del territorio.
Hoy, cuando muchos discursos hablan de desarrollo, infraestructura, productividad, competitividad, todos ellos importantes, es clave recordar que no hay territorio que florezca si su gente se marchita por dentro. Invertir en salud mental no es asistencialismo, es justicia, es prevención, es futuro.
Y tal vez el mayor acto de transformación rural no sea solo llevar internet, ni pavimentar caminos, sino garantizar que nuestros campesinos, nuestros jóvenes rurales, nuestras mujeres del campo, puedan vivir con bienestar integral.
Que nuestros campesinos no solo sobrevivan, sino que vivan con dignidad emocional; porque aunque en el campo el silencio abunda… también grita. Y ya es hora de escucharlo.








