Carlos Yepes A.
Han pasado cuatro años y medio desde que mi padre partió. Se fue físicamente, pero quedó donde más importa: en la brújula moral de la familia, en esa voz interior que nos orienta cuando el camino así nos lo demanda. Antes se habían ido mis abuelos y muy recientemente mi tío Alberto, con ellos, una parte del hogar que solo se entiende cuando faltan sus silencios. Hoy, la muerte vuelve a tocarnos con la partida de un amigo entrañable: Diego Muñoz. Un hombre de afectos leales, de esos que sostienen a los suyos con discreción y hombría de bien. Su ausencia duele y, al mismo tiempo, nos empuja a pensar en lo esencial: nuestro paso por la vida es breve; por eso, hay que aprender a saber vivir.
Saber vivir no es una frase bonita. Es una decisión diaria. Empieza por el cuerpo, esa casa que habitamos y a veces maltratamos por ignorancia o por afán. Dormir bien, movernos todos los días, hacernos chequeos, comer con sencillez y sin excesos, escuchar las señales del corazón y de la mente. El cuerpo habla, cuando lo atendemos a tiempo, nos devuelve años de vida y, sobre todo, calidad para disfrutarlos con quienes amamos.
Saber vivir también es cuidar la mente. La tristeza no es debilidad, la ansiedad no es rareza, el duelo no es falta de carácter. Es humano pedir ayuda, hablar, llorar, buscar consejo profesional si hace falta. Que no nos dé pena decir “no puedo solo”. En la conversación honesta con uno mismo empieza la valentía de seguir.
Saber vivir es tener en cuenta que la salud más delicada es la de los vínculos. Las relaciones sean de pareja, de familia, de amistad, se alimentan o se marchitan con pequeñas decisiones. Un mensaje a tiempo, una visita sin motivo, un “te quiero” que no se pospone, un “perdón” dicho de frente, un “gracias” que se vuelve costumbre. Si algo nos enseñan quienes se van temprano es que la vida no perdona las cuentas emocionales sin pagar. Quedarse con las palabras en la garganta es una forma silenciosa de arrepentimiento.
En lo laboral, saber vivir es poner el trabajo en su lugar. Trabajar dignifica; vivir para trabajar nos empobrece. La agenda debe tener horarios y fronteras, para que el hogar, los hijos, los amigos y el propio descanso no sean lo que siempre queda para después. Los proyectos salen mejor cuando la vida está en equilibrio, y el éxito sabe distinto cuando se tiene con quién celebrarlo.
También es sabiduría ordenar lo práctico: un pequeño “testamento emocional” que deje claras nuestras voluntades, unas finanzas sencillas y transparentes, una carpeta con documentos, claves y contactos. No para alimentar el miedo, sino para regalarle tranquilidad a quienes nos aman. Cuando uno se va, deja recuerdos; pero también deja tareas. Anticiparlas es otro acto de amor.
Diego, mi padre, mis abuelos, mi tío Alberto y los buenos amigos que partieron nos han recordado algo muy simple: nadie está asegurado para mañana. Por eso, si hay que arreglar un malentendido, hagámoslo hoy. Si hay que visitar a los viejos, hagámoslo hoy. Si hay que empezar a caminar veinte minutos al día, hagámoslo hoy. Si hay que apagar el celular para escuchar de verdad, hagámoslo hoy. Si hay que volver a reír en familia, que sea hoy.
A veces, para aprender a vivir, hay que recordar cómo queremos ser recordados. No por títulos, ni por cuentas, ni por fotos perfectas. Ojalá nos recuerden por la serenidad con la que atravesamos las tormentas, por la gratitud de cada día, por la manera en que hicimos sentir importantes a los nuestros. Ese es el tipo de huella que pesa de verdad cuando la silla queda vacía.
Hoy, en memoria de Diego, de mi padre, de mis abuelos, del tío Alberto y de tantos amigos que se fueron antes de tiempo, elijo renovar este propósito sencillo y exigente: saber vivir. Cuidar el cuerpo sin obsesión, la mente sin vergüenza, la familia sin excusas, el trabajo sin esclavitud, y el alma sin rencores. Que el paso breve por esta vida sea, para nosotros y para los nuestros, una oportunidad de amar mejor.
Porque al final la vida es eso: un rato, un abrazo, una palabra bien dicha, un gesto de servicio. Si lo entendemos a tiempo, el duelo se convierte en gratitud y la ausencia en guía. Hoy pido al señor que nos permita a todos “saber vivir”. Paz en la tumba de Diego.
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