Científicos concluyen que un caimán gigante del Mioceno pudo devorar al enorme depredador que habitó el desierto de La Tatacoa hace 12 millones de años.
DIARIO DEL HUILA, REGIONAL
El hallazgo del primer fósil de un fororrácido en Colombia fue celebrado como un hito para la paleontología latinoamericana. Estas aves, conocidas popularmente como “aves del terror”, fueron depredadores ápice en Sudamérica durante millones de años. Sin embargo, hasta hace poco, no se sabía cómo había terminado la vida del ejemplar encontrado en el desierto de La Tatacoa, Huila. Un nuevo estudio publicado en la revista Biology Letters revela un giro inesperado: este imponente animal pudo haber terminado en las fauces de un cocodrilo prehistórico de dimensiones colosales, el Purussaurus neivensis.
El fósil, un fragmento óseo recuperado de la colección del Museo de la Tormenta, presentaba marcas que despertaron la curiosidad de los investigadores. Se trataba de una serie de depresiones ovaladas con pequeñas muescas a los lados, huellas inconfundibles de dientes de cocodrilo. Para comprobarlo, el equipo de especialistas, liderado por Andrés Link, profesor de la Universidad de los Andes, escaneó el hueso en 3D.
“El modelo digital nos permitió observar con precisión que se trataba de una sola mordida, aplicada con gran presión y sin romper por completo el hueso, algo característico de la forma en que los cocodrilos sujetan y manipulan sus presas”, explicó Jorge W. Moreno Bernal, candidato doctoral de la Universidad del Norte y coautor de la investigación.
La mordida, sin embargo, no muestra señales de regeneración ósea, lo que indica que el ave ya estaba muerta cuando ocurrió. Esto llevó a los científicos a barajar dos hipótesis: que se tratara de un acto de transporte de la presa o un caso de carroñería. “Si hubiera sido un ataque directo, la mordida habría fracturado con mayor violencia el hueso y atravesado su capa cortical. Aquí lo que vemos es un mordisco firme, preciso, sin desgarros”, detalló Luis G. Ortiz-Pabón, coautor y biólogo de la Universidad Pedagógica Nacional.

Un depredador devorado
El hallazgo rompe con la visión tradicional de que los fororrácidos, aves de hasta 150 kilos, eran siempre los cazadores y nunca la presa. Con su gran tamaño, cuello corto y cabeza robusta, este ejemplar era comparable en altura a una avestruz, pero armado con un pico fuerte capaz de infligir heridas letales. Sin embargo, en el Mioceno, incluso los depredadores más temibles podían caer ante rivales mayores.
En ese ecosistema tropical de hace 12 millones de años convivían grandes grupos de carnívoros: cocodrilos gigantes y esparasodontos, mamíferos depredadores emparentados con los marsupiales actuales. La presencia del Purussaurus neivensis, un caimán de hasta ocho metros de largo y fuerza mandibular extraordinaria, habría supuesto un riesgo incluso para un ave del terror adulta.
“Lo más fascinante es que este fósil constituye la primera evidencia de interacción directa entre un fororrácido y un cocodrilo gigante en Colombia”, señaló Moreno Bernal. Casos parecidos solo se conocían en registros fósiles mucho más antiguos, como en la Patagonia hace 40 millones de años, donde un ave más pequeña fue devorada por un mamífero carnívoro.
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La Tatacoa: una ventana al pasado
El desierto de La Tatacoa es uno de los yacimientos paleontológicos más importantes de Colombia. Sus estratos conservan un registro único de la fauna que habitó la región tropical durante el Cenozoico, el periodo que comenzó tras la extinción de los dinosaurios y continúa hasta hoy.
Durante gran parte del siglo XX, los estudios sobre esta era se centraban en regiones como la Patagonia argentina, mientras que las zonas tropicales permanecían poco exploradas. Los trabajos en La Tatacoa han cambiado ese panorama, revelando la riqueza y complejidad de sus ecosistemas pasados.
En este caso, las marcas en el hueso permiten imaginar una escena muy distinta de lo que solemos pensar: el cuerpo de un ave gigantesca, ya muerta, siendo arrastrada por un reptil acuático hacia la orilla o bajo el agua. El Purussaurus, pariente de los actuales caimanes y babillas, usaba sus mandíbulas no para triturar huesos, sino para sujetar con fuerza y desgarrar carne, una estrategia perfecta para manipular presas tan grandes.
Más que un hallazgo curioso
La importancia de este descubrimiento va más allá de resolver el “misterio” de un fósil. Permite comprender mejor las relaciones entre depredadores en los ecosistemas del Mioceno y confirma que incluso en los trópicos, donde las aves del terror no eran tan comunes, podían llegar a formar parte de redes alimentarias complejas.
“El hecho de que un gran depredador terminara siendo parte del menú de otro nos recuerda que la supervivencia, en cualquier época, depende de la oportunidad y las circunstancias”, concluye Moreno Bernal.

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