San Agustín, con sus imponentes estatuas y su profundo legado histórico, se ha convertido en un lugar donde el tiempo parece detenerse para recordarnos quiénes somos y de dónde venimos. Este relato, marcado por los paisajes y las vivencias familiares, invita a reflexionar sobre la conexión con nuestra identidad cultural en un país fragmentado por el olvido y las violencias.
Diario del Huila, Especiales
Por: Juan David Correa Ulloa
Ministro de Culturas, Artes y Saberes de Colombia
Viajamos en un viejo Chevette naranja, modelo 81, hacia el sur de Bogotá y de ahí nos dirigimos por la carretera sinuosa hacia Melgar. En la Nariz del Diablo sonaba a todo volumen un casete de Pink Floyd. «Hey! Teacher! Leave them kids alone!». Mi padre aplaudía y frenaba el carro, para seguir el ritmo e insistir en que nos dejaran en paz. Socorro, su esposa, sonreía con una pañoleta fucsia sobre la cabeza, mientras el aire caliente le golpeaba el rostro. Mi hermano y yo mirábamos la vida correr por la ventanilla del cupé. Comenzaban los años noventa. Unas horas después, nos detuvimos en una zona de camping en el Espinal. La vieja carpa de mis abuelos se extendió sobre el pasto. Clavamos estacas. Nos metimos a la piscina. A la mañana siguiente, tras otras nueve horas de camino, estábamos en San Agustín.

Las estatuas de San Agustín conformaron para muchos colombianos el paisaje sentimental de un país que fue quedándose en el olvido. Hoy muchos niños y niñas ignoran la inmensa belleza de un país fragmentado por las violencias y las injusticias sociales. Los nombres de Juan Friede, Alicia Dussán, Jaime Jaramillo Uribe, Orlando Fals Borda, Virginia Gutiérrez de Pineda y Luis Duque Gómez no le dicen mucho a nadie, salvo a los académicos.
Hace unos días, caminando por el bello «Alto de los Ídolos», junto a la casa de Friede, quien llegó en 1942 a ese lugar del municipio de San José de Isnos, Huila, pensé en cómo la profundización de la guerra desde la década de los noventa ha desconectado lo que muchos intentaron conectar a través de las culturas desde siglos atrás, como ocurre con los nombres de historiadores, antropólogos, escritores, artistas y sociólogos que se empeñaron en dejar testimonio a través de la decisión de contar, imaginar o representar ese país.
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Friede había llegado en los años veinte del siglo pasado procedente de Ucrania. Desde 1930 se instaló en Manizales, asombrado por la belleza y las culturas de Colombia. Conoció a indígenas y campesinos y se deslumbró con la pintura de Pedro Nel Gómez. En Isnos construyó una hermosa casita de madera donde vivió por temporadas junto a sus tres hijos y su esposa. Allí está todavía. Trabó amistad con Manuel Quintín Lame. Se empeñó en dignificar eso que luego, en la prédica moderna y después neoliberal se condenaría a ser, de manera despectiva, «el indigenismo».
El Alto de los Ídolos es uno de los lugares más hermosos de la tierra. Quien quiera entender el inmenso poder de las estrellas y de las civilizaciones prehispánicas debe ir, sin demora. Así mismo, el Parque Arqueológico San Agustín, bajo el cuidado y la responsabilidad del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), a unos kilómetros de allí, tiene una estupenda y renovada exposición, además de los testigos de piedra que nos miran desde hace milenios preguntándose por qué hemos venido aquí a matarnos y a destruir. ¿Por qué hemos, después de quinientos años, privilegiado el oro? ¿Por qué nos condenaron a no conocer nuestro país mientras se desplazaban y arrasaban a miles de personas? ¿Por qué aún hoy la crítica común es que toda esta mirada a la belleza, a nuestra identidad que somos, es un poco anacrónica?
Regresamos unos ocho días después. Eso ocurrió hace treinta y tres años. El Chevette debe ser una chatarra que yace en algún lugar desconocido. Los casetes perduran tras haber sido desterrados durante una época que les dio paso a otras formas de reproducción que se fueron esfumando y fagocitando unas a otras. La Nariz del Diablo y las estatuas de piedra de San Agustín siguen allí, para que atestigüemos el paso del tiempo, y lo efímero de nuestro paso por esta tierra.
De regreso, al llegar a Bogotá, en la avenida 68 con 26, donde había una pancarta de la Policía Nacional que decía: «Nos entregas un niño y te devolvemos un hombre», mi padre derrapó de la emoción de habernos mostrado algo que consideraba importante. Y lo fue. Terminamos subidos en un separador. La aventura llegaba a su fin. Chuck Mangione tronaba su trompeta en Los hijos de Sánchez. Socorro murió hace diez años. Ella también insistió en tejer, de nuevo, ese país.

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