Hay enigmas cotidianos que pocas veces nos detenemos a pensar, como por ejemplo, ¿por qué los meses se llaman así? Podemos intuir que por ejemplo septiembre viene de “séptimo”, ¿pero entonces por qué es el mes número nueve? Igual que octubre, derivado de “octavo”, que ocupa el mes diez. Y noviembre y diciembre, que en su raíz significan “nueve” y “diez”, hoy son los meses once y doce. ¿Quién les puso así?, ¿Lo hicieron intencional?
La explicación, como casi todo lo que heredamos de Occidente, está en Roma. Y lo curioso es que el calendario original ni siquiera tenía doce meses, sino diez. El primer mes del año era marzo, dedicado a Marte, dios de la guerra. Abril correspondía a la primavera, el florecimiento de la vida. Mayo honraba a Maia, diosa de la fertilidad. Junio rendía tributo a Juno, protectora de las mujeres. Quizá en algún momento se aburrieron de honrar a los dioses y nombraron a los siguientes: quintilis, o el quinto, sextilis, el sexto. Y así septiembre (séptimo), octubre (octavo), noviembre (noveno) y diciembre (décimo) cuadraban perfectamente. Todo encajaba a la perfección, hasta cierto punto.
¿Y qué pasaba con los días de enero y febrero? Pues nada, no existían como meses. Eran un montón de días sueltos, sin nombre y sin identificación. Esto fue así hasta que el segundo rey de Roma, Numa Pompilio, cansado del desorden, decidió que había que darles identidad. Creó “enero”, en honor a Jano, el dios de las puertas, el que abre y cierra el tiempo. Y añadió “febrero”, inspirado en las februas, que eran rituales de purificación y fertilidad. Con ese movimiento el año pasó a tener doce meses. El problema fue que los nombres de septiembre, octubre, noviembre y diciembre ya estaban puestos y moverlos era un complique para los ciudadanos de ese tiempo, y allí nació la primera gran incoherencia del calendario que los egipcios nos habían dejado tan bien cuadrado, que duró más de 4.000 años.
Pero, como dicen, Roma no sería Roma sin la vanidad de sus emperadores. Julio César (que no fue emperador), en un afán por perpetuarse en la eternidad decidió bautizar con su nombre el mes de quintilis. Así nació julio. Y como nadie iba a permitir que un mes dedicado al César tuviera menos días que otro, hubo que ajustar el número de meses de julio, principalmente quitándole días a febrero, condenado desde entonces a ser el mes corto.
La moda pegó tanto que Augusto, sucesor de Julio César, también quiso un mes con su nombre, e hizo que sextilis se cambiara a agosto. Y lógicamente, tampoco quiso quedar en desventaja con el mes del César. Si julio tenía 31 días, agosto debía tenerlos también. Otra vez febrero pagó el precio, quedó reducido a 28 días y 29 en los años bisiestos.
Al final, entre dioses, emperadores y caprichos políticos, lo que quedó fue el calendario que usamos hoy. En su momento, por allá en el año 46 d.c., Julio César lo rebautizó calendario juliano, pero en 1582 el Papa Gregorio XIII lo denominó calendario Gregoriano tras un ajuste matemático que hicieron desde la Universidad de Salamanca, en España. Y lo que quedó fue un sistema que nunca se corrigió del todo, en el que los números de septiembre, octubre, noviembre y diciembre no coinciden con su posición real. Una muestra más de que la historia humana, más que exacta, está hecha de símbolos, orgullo, arbitrariedades, y de muchas historias y errores humanos.
Cada vez que piensen que el año se está pasando rápido, o quizá muy lento, recuerden que esta organización nació del ego de los emperadores de Roma.
Curioseando de historia y con un buen café Entorno, los saludo,
Santiago Ospina López.








