Existen palabras tan ajenas a nosotros pero a la vez tan familiares, que cuando las escuchamos parece que se trataran de un déjà vu. Eso representa para mí el término “reforma tributaria”. Cada vez que lo escucho, sé que algo se avecina. De hecho, ya todos sabemos qué es, porque sin importar el gobierno de turno el cuento es el mismo de siempre: que no hay plata y que tenemos un déficit que debemos cubrir. Pero nadie se pregunta ¿por qué si hemos aumentado en un 49,3% el presupuesto público en los últimos 4 años, todavía no nos alcanza la plata? O, si en realidad nuestros líderes son tan negligentes manejando las finanzas públicas hasta llevarlas al déficit cada dos años, ¿por qué no hay responsables? Y, ¿cuál ha sido la sanción por despilfarrar nuestro ahorros?
Lo más irónico de todo es que esta vez el déjà vu lo trae a la conversación un gobierno cuyos líderes, hace apenas unos años, se fotografiaban con pancartas en contra de las reformas tributarias. Sin embargo, hoy que son gobierno, defienden a muerte lo que antes combatían. Y esa falta de coherencia no aplica sólo para este gobierno, sino también a su oposición, y a los que están en el medio pescando en río revuelto.
Aquí los que menos pierden son todos ellos. Al final su sueldo está garantizado y bajo él escampan de cualquier incremento. Aquí perdemos los ciudadanos, que solo nos queda bajar la cabeza y pagar cada día un poco más por respirar. Y no exagero al decir esto, somos un país adicto a las reformas tributarias soportadas en asfixiar más al pueblo. En los últimos 20 años hemos tenido al menos nueve de estas: 2006, 2010, 2012, 2014, 2016, 2018, 2019, 2021 y 2022. Una cada dos años, porque a nuestros líderes más capacitados la creatividad fiscal no les da para más que exprimir los centavos que milagrosamente logramos mantener. Y aquí viene lo bueno, ¿qué hacen con estos recursos?
El presupuesto de la Nación para 2025 ascendió a $523 billones. De estos, $327,9 billones se van en funcionamiento del Estado, o sea el 63%, y $112,6 billones restantes se van en pagar la deuda. La inversión real, la que cambia vidas, apenas suma $82,5 billones que es un poco más del 15% del presupuesto total. En otras palabras, el Estado vive para pagarse a sí mismo y para cubrir lo que debe. Lo poco que sobra, se reparte entre obras y programas.
Es más que obvio decir que debemos reducir los gastos de funcionamiento del Estado, el problema es que existen algunos a los que no les conviene hacerlo. Mientras el salario mínimo quedó en poco menos de millón y medio, los congresistas superan ya los $50 millones mensuales. El contraste es tan absurdo que uno no sabe si indignarse o reír, porque son ellos quienes tienen el poder de proponer el recorte. Irónico, ¿no? Que mientras el pueblo debe apretarse el cinturón para aportar más, a los funcionarios públicos les compran corbatas de seda.
En estos días leía que el Comité de la Regla Fiscal advirtió que el déficit llegará al 5,1% del PIB y que se necesitan $46 billones de pesos en ajustes. ¿Y cuál fue la receta del Gobierno? Pues la de siempre, más impuestos. Y eso que esta reforma apenas recogería $26 billones, así que de entrada les aseguro que en unos años -seguramente dos o tres- se vendrá otra.
Lo grave de todo es que, bajo esa necesidad, se terminan discutiendo impuestos a la canasta básica, a la gasolina, a los espectáculos culturales… Se castiga lo que más necesitamos como sociedad: salud, comida, transporte y cultura. Es como si para curar la anemia, el médico nos recomendara donar sangre.
Pero para mí lo más preocupante no son los números, sino la mentalidad que tenemos tanto los ciudadanos como nuestros líderes. Ellos nunca han tenido que administrar recursos privados. No saben lo que es ajustar nóminas, renegociar deudas o recortar gastos para sobrevivir. Están tan mal acostumbrados, que al pueblo lo usan como caja menor, cada déficit se resuelve exprimiendo al contribuyente. Y el contribuyente no solo no habla, sino que no entiende.
En el fondo, lo que falta no es una nueva reforma tributaria, sino un cambio de cultura. Un Estado capaz de recortar burocracia, atacar sin ideologías a la corrupción y apostar por atraer inversión extranjera en serio. Los contribuyentes debemos exigir que antes de exprimir aún más nuestro bolsillo, el Gobierno muestre su propio esfuerzo. Porque Colombia no aguanta más parches ni más políticos —ni de izquierda, ni de derecha— que repiten la misma receta fracasada.
La verdadera reforma que necesitamos no se escribe en el Congreso sino en la capacidad de quienes administran nuestros recursos. El día en que un presidente tenga el valor de recortar gasto, de administrar como quien cuida su propio hogar, ese día en Colombia podremos hablar de “justicia fiscal” como lo hace el actual presidente. Hasta entonces, cada nueva reforma será solo otro capítulo de una novela que ya nos conocemos de memoria.
Con el aroma de un café 100% colombiano, los saludo,
Santiago Ospina López








