Diario del Huila

Nos enseñaron a ser violentos

Nov 20, 2025

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Por: Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas

Cada día parece más evidente que los seres humanos nos estamos volviendo más violentos a la hora de resolver conflictos. No es casualidad ni un fenómeno aislado, es el resultado de una larga cadena de aprendizajes tácitos que arrastramos desde la infancia, una educación emocional basada más en el miedo que en la conciencia. En vez de enseñarnos a reflexionar, nos enseñaron a obedecer; en vez de invitarnos a comprender, nos acostumbraron a someternos.

Albert Bandura lo demostró en su experimento del muñeco Bobo: los niños aprenden por observación, y si lo que ven es agresión, eso reproducen. No es difícil reconocer esa escena en nuestra propia historia. Crecimos en hogares donde la autoridad se ejercía a punta de amenazas, “si no haces caso, te doy un correazo”. Era la pedagogía del miedo disfrazada de disciplina, una fórmula que pretendía enseñarnos límites pero que, en realidad, nos mostró que la fuerza prevalece sobre el diálogo.

A eso se sumó la iglesia, que durante años nos dijo que, si no hacíamos lo correcto según sus creencias, Dios nos castigaría. Y luego vino el colegio, donde la obediencia se convirtió en lo más importante. Nos quitaron la posibilidad de autorregularnos, de tomar decisiones conscientes, de actuar porque entendemos el bien común y no porque tememos el castigo.

Ahora, ¿cómo sorprendernos de que hoy la autoridad siga siendo concebida como coercitiva o punitiva? ¿Cómo exigir una sociedad pacífica cuando nos entrenaron para reaccionar con defensa, desconfianza y confrontación?

Hace algunos años, el profesor Antanas Mockus intentó recordarnos que otra forma de ciudadanía es posible, una basada en la cultura ciudadana, en el respeto por el otro, en la autorregulación y la corresponsabilidad. Nos invitó a entender que una sociedad funciona no porque alguien la vigila, sino porque cada individuo decide hacer lo correcto, incluso cuando nadie está mirando. Pero esas enseñanzas parecen estar quedando atrás, arrasadas por la cultura del atajo, la agresividad y la intolerancia.

La verdad es incómoda, pero la única manera de que esta sociedad funcione es que cada uno se haga cargo de sí mismo. Que entendamos que la responsabilidad no se delega y que la convivencia no se impone; se construye. Que hacer las cosas bien no es un favor al Estado ni un gesto heroico, sino la base mínima para que la vida colectiva sea posible.

Mientras sigamos replicando la violencia que nos enseñaron, seguiremos atrapados en un ciclo de conflicto sin salida. Pero si logramos recuperar la conciencia, la empatía y la autorregulación, quizá podamos romper el patrón. Y tal vez, solo tal vez, dejemos de hablar el lenguaje del odio para empezar a hablar el de la humanidad y el amor.

Al final, lo verdaderamente preocupante no es que seamos violentos, sino que lo consideremos normal. Hemos convertido la agresión en respuesta automática, como si fuera parte inevitable de nuestra identidad. Pero no lo es. Podemos y debemos desaprender lo que nos enseñaron a la fuerza. Y eso empieza en el punto más incómodo, asumir responsabilidad por lo que hacemos, incluso por lo que heredamos. Entonces, ¿Cómo podemos pedir paz si no somos capaces de construirla con nuestros propios actos?

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