El asesinato del precandidato Miguel Uribe ha estremecido a un país que parece condenado a vivir entre sobresaltos. Cada muerte violenta no es solo una pérdida humana; es una grieta más en el ya frágil puente que intentamos tender entre nuestras diferencias. Ante esta tragedia, la tentación de convertir el dolor en arma política es grande, y no es nueva. Sin embargo, ceder a esa tentación nos aleja del propósito más urgente: sanar y construir.
Colombia ha vivido demasiado tiempo en un ciclo de acusaciones cruzadas, discursos incendiarios y aprovechamiento del miedo. Cada hecho trágico se convierte en una pieza más del ajedrez electoral, donde lo importante deja de ser la verdad y pasa a ser la victoria sobre el adversario. Esa lógica no solo banaliza la vida, sino que erosiona la confianza mínima que necesitamos para convivir.
La polarización no es un accidente; es una estrategia que algunos han perfeccionado porque les da réditos a corto plazo. Nos divide en bandos irreconciliables y nos convence de que el otro no es un compatriota, sino un enemigo. Esta fractura emocional y cultural es el verdadero combustible de la violencia, y mientras no la desactivemos, ninguna reforma, plan de seguridad o discurso de paz será suficiente.
Hoy, más que nunca, debemos elegir un camino distinto. La respuesta no puede ser más odio ni más señalamientos, sino un pacto básico de respeto, incluso entre quienes pensamos distinto. No se trata de renunciar a la crítica ni al debate, sino de no perder de vista que la política es un medio para el bien común, no un campo de exterminio moral o físico.
El asesinato de un líder político es un recordatorio doloroso de que la democracia se defiende con diálogo, con garantías, con justicia y con memoria. No podemos permitir que esta muerte sea un capítulo más en la crónica repetida de la impunidad y la manipulación. Que sea, en cambio, una señal de alerta para preguntarnos si estamos dispuestos a dejar de vivir de espaldas a la reconciliación.








