Por: Johan Steed Ortiz Fernández
Me han dicho que me aman. Que me iban a recuperar. Que todo lo hacen por mí. Me pintan en vallas con lemas dulces: “Neiva te ama”, “Recuperando a Neiva”. Pero la verdad es otra: lo que han hecho es empeorarme.
Con más de la mitad del mandato cumplido, sigo esperando el amor que prometieron. Y en vez de cuidados, recibo abandono. El alcalde que alguna vez fue buen concejal hoy, como gobernante, se volvió ausente: de festival en festival, de tarima en tarima, de foto en foto, recorriendo el país mientras yo sigo aquí, con mis calles heridas, mis barrios inseguros y mis obras inconclusas. Él sonríe como si no entendiera la gravedad de mi situación, como si disfrutara viéndome hundir. Y quizás la razón es que ni siquiera gobierna: es su papá y su suegra quienes mandan, y a él solo le toca obedecer y mantener la sonrisa.
Dicen que no hay plata, pero sostener este gobierno me cuesta más de $5.000 millones al año: Mi alcalde recibe más de $21 millones al mes (equivalentes a 18 salarios mínimos), y con su bonificación anual el costo supera los $302 millones al año.
Cada uno de mis secretarios gana mensualmente 16 millones, total anual $230 millones; en conjunto, los 16 secretarios cuestan $3.680 millones.
A eso se suman $1.080 millones que cuestan los 6 jefes de oficina, con un sueldo mensual de 15 millones cada uno.
En dos años, la mitad del mandato, ya se han gastado más de $10.000 millones solo en esta alta nómina, sin contar asesores ni contratos adicionales. Imagínese usted, neivano, lo que podría hacer con $21 millones en su casa durante un mes: pagar deudas, darle estudio a sus hijos, mejorar la vivienda, cumplir sueños que lleva años aplazando. Todo lo que una familia hace con esfuerzo, aquí lo dilapidan en sonrisas fotogénicas y viajes de festival en festival.
Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, ahora también me quitan lo esencial. Ocho de mis comunas estarán 48 horas sin agua, como si yo pudiera vivir sin ella. Eso también es maltrato: dejarme seca, privar a mis hijos de lo básico, mientras ellos se excusan en reparaciones mal planeadas y emergencias repetidas. ¿De qué sirve tanto salario, tanta foto y tanta deuda si ni siquiera me garantizan el derecho elemental al agua?
Y como si fuera poco, no solo me endeudaron con préstamos por más de $108.000 millones, sino que también les aprobaron vigencias futuras: comprometer plata que aún no existe, hipotecar mi porvenir para proyectos sin resultados visibles. Ese es el peor maltrato: gastarse lo que no se tiene, endeudarme sin sanarme.
Como capital del Huila agradezco que el gobernador, al menos, sí se acuerde de mí e invierta en mis vías, más de 4.587 metros de pavimento al servicio de mi gente, aunque después el alcalde quiera robarse el mérito. Eso también duele: que me descuide quien debería ser mi principal cuidador.
En Cien años de soledad, Macondo fue víctima de una peste del olvido: los nombres se borraban y con ellos la memoria colectiva. Yo no tengo peste visible, pero sí un olvido consentido: se olvidan promesas, contratos, advertencias. Ese olvido permite que los mismos errores, y las mismas caras, regresen una y otra vez como si nada hubiera pasado. Y mientras se borra la memoria, crece la impunidad.
Así como Macondo vivió bajo el ruido de las guerras, yo vivo bajo la sombra del miedo: aquí no disparan cañones, pero sí armas en las calles, y el efecto es el mismo, una ciudad que no duerme tranquila.
En Macondo bastaba una palabra mal dicha para que estallara una pelea; en mis calles basta un cruce de miradas en un semáforo para que termine en intolerancia fatal.
Como en la masacre de las bananeras, aquí también intentan convencer a mis hijos de que no pasa nada, de que todo está bajo control, mientras ellos cuentan sus muertos y la inseguridad les marca la vida diaria.
Macondo estaba condenado a cien años de soledad; yo parezco condenada a cien años de improvisaciones en seguridad, donde todo se repite y nada cambia.
Y, sin embargo, tengo recursos para salir adelante. Tengo universidades públicas y privadas que forman talento de primer nivel. Tengo empresarios que arriesgan, padres que sostienen hogares, jóvenes que sueñan y trabajan. Pero mientras produzco y me esfuerzo, aquí se premia la inercia: contratos foráneos, aplausos importados y méritos usurpados.
El coronel de las guerras en Macondo terminó rodeado de pergaminos: tanto ruido para tan poco sentido práctico. Yo también estoy rodeada de ruido, fiestas, anuncios, poses, y de poca memoria de rendición de cuentas. Las administraciones pasan y quedo con obras que se deshacen, deudas que se amplían y la dignidad de mis ciudadanos maltrecha.
Si no rompemos este círculo del olvido, de la complacencia y de la inseguridad permanente, mi destino será trágico: no un final literario, sino real. Menos servicios, más endeudamiento, más miedo en mis calles y menos oportunidades para quienes me habitan.
Lo que reclamo es simple: respeto, compromiso y verdad. Que me rindan cuentas, que expliquen prioridades, que revisen contratos, que protejan mi agua, que mi nómina deje de ser un cheque a la sonrisa fotogénica. Que deje de ser un decorado y vuelva a ser prioridad mi gente.
Yo no soy un eslogan. Soy gente, patrimonio, memoria y futuro. Si de verdad me aman, demuéstrenlo con acciones. No con pergaminos. No con fotos. Con gestión, transparencia y respeto por quienes viven en mí.
Soy Neiva, y estoy cansada de discursos, sonrisas fingidas y gobernantes que obedecen más a sus familias que a su pueblo.
Los necesito a ustedes: los que conocen sus barrios, los que pagan sus cuentas y los que, pese a todo, siguen creyendo en esta ciudad. Solo ustedes pueden evitar que mi Macondo local termine borrado por la negligencia, la inseguridad y el olvido.
Neiva: cien años de promesas que me empeoran
Por: Johan Steed Ortiz Fernández
Me han dicho que me aman. Que me iban a recuperar. Que todo lo hacen por mí. Me pintan en vallas con lemas dulces: “Neiva te ama”, “Recuperando a Neiva”. Pero la verdad es otra: lo que han hecho es empeorarme.
Con más de la mitad del mandato cumplido, sigo esperando el amor que prometieron. Y en vez de cuidados, recibo abandono. El alcalde que alguna vez fue buen concejal hoy, como gobernante, se volvió ausente: de festival en festival, de tarima en tarima, de foto en foto, recorriendo el país mientras yo sigo aquí, con mis calles heridas, mis barrios inseguros y mis obras inconclusas. Él sonríe como si no entendiera la gravedad de mi situación, como si disfrutara viéndome hundir. Y quizás la razón es que ni siquiera gobierna: es su papá y su suegra quienes mandan, y a él solo le toca obedecer y mantener la sonrisa.
Dicen que no hay plata, pero sostener este gobierno me cuesta más de $5.000 millones al año: Mi alcalde recibe más de $21 millones al mes (equivalentes a 18 salarios mínimos), y con su bonificación anual el costo supera los $302 millones al año.
Cada uno de mis secretarios gana mensualmente 16 millones, total anual $230 millones; en conjunto, los 16 secretarios cuestan $3.680 millones.
A eso se suman $1.080 millones que cuestan los 6 jefes de oficina, con un sueldo mensual de 15 millones cada uno.
En dos años, la mitad del mandato, ya se han gastado más de $10.000 millones solo en esta alta nómina, sin contar asesores ni contratos adicionales. Imagínese usted, neivano, lo que podría hacer con $21 millones en su casa durante un mes: pagar deudas, darle estudio a sus hijos, mejorar la vivienda, cumplir sueños que lleva años aplazando. Todo lo que una familia hace con esfuerzo, aquí lo dilapidan en sonrisas fotogénicas y viajes de festival en festival.
Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, ahora también me quitan lo esencial. Ocho de mis comunas estarán 48 horas sin agua, como si yo pudiera vivir sin ella. Eso también es maltrato: dejarme seca, privar a mis hijos de lo básico, mientras ellos se excusan en reparaciones mal planeadas y emergencias repetidas. ¿De qué sirve tanto salario, tanta foto y tanta deuda si ni siquiera me garantizan el derecho elemental al agua?
Y como si fuera poco, no solo me endeudaron con préstamos por más de $108.000 millones, sino que también les aprobaron vigencias futuras: comprometer plata que aún no existe, hipotecar mi porvenir para proyectos sin resultados visibles. Ese es el peor maltrato: gastarse lo que no se tiene, endeudarme sin sanarme.
Como capital del Huila agradezco que el gobernador, al menos, sí se acuerde de mí e invierta en mis vías, más de 4.587 metros de pavimento al servicio de mi gente, aunque después el alcalde quiera robarse el mérito. Eso también duele: que me descuide quien debería ser mi principal cuidador.
En Cien años de soledad, Macondo fue víctima de una peste del olvido: los nombres se borraban y con ellos la memoria colectiva. Yo no tengo peste visible, pero sí un olvido consentido: se olvidan promesas, contratos, advertencias. Ese olvido permite que los mismos errores, y las mismas caras, regresen una y otra vez como si nada hubiera pasado. Y mientras se borra la memoria, crece la impunidad.
Así como Macondo vivió bajo el ruido de las guerras, yo vivo bajo la sombra del miedo: aquí no disparan cañones, pero sí armas en las calles, y el efecto es el mismo, una ciudad que no duerme tranquila.
En Macondo bastaba una palabra mal dicha para que estallara una pelea; en mis calles basta un cruce de miradas en un semáforo para que termine en intolerancia fatal.
Como en la masacre de las bananeras, aquí también intentan convencer a mis hijos de que no pasa nada, de que todo está bajo control, mientras ellos cuentan sus muertos y la inseguridad les marca la vida diaria.
Macondo estaba condenado a cien años de soledad; yo parezco condenada a cien años de improvisaciones en seguridad, donde todo se repite y nada cambia.
Y, sin embargo, tengo recursos para salir adelante. Tengo universidades públicas y privadas que forman talento de primer nivel. Tengo empresarios que arriesgan, padres que sostienen hogares, jóvenes que sueñan y trabajan. Pero mientras produzco y me esfuerzo, aquí se premia la inercia: contratos foráneos, aplausos importados y méritos usurpados.
El coronel de las guerras en Macondo terminó rodeado de pergaminos: tanto ruido para tan poco sentido práctico. Yo también estoy rodeada de ruido, fiestas, anuncios, poses, y de poca memoria de rendición de cuentas. Las administraciones pasan y quedo con obras que se deshacen, deudas que se amplían y la dignidad de mis ciudadanos maltrecha.
Si no rompemos este círculo del olvido, de la complacencia y de la inseguridad permanente, mi destino será trágico: no un final literario, sino real. Menos servicios, más endeudamiento, más miedo en mis calles y menos oportunidades para quienes me habitan.
Lo que reclamo es simple: respeto, compromiso y verdad. Que me rindan cuentas, que expliquen prioridades, que revisen contratos, que protejan mi agua, que mi nómina deje de ser un cheque a la sonrisa fotogénica. Que deje de ser un decorado y vuelva a ser prioridad mi gente.
Yo no soy un eslogan. Soy gente, patrimonio, memoria y futuro. Si de verdad me aman, demuéstrenlo con acciones. No con pergaminos. No con fotos. Con gestión, transparencia y respeto por quienes viven en mí.
Soy Neiva, y estoy cansada de discursos, sonrisas fingidas y gobernantes que obedecen más a sus familias que a su pueblo.
Los necesito a ustedes: los que conocen sus barrios, los que pagan sus cuentas y los que, pese a todo, siguen creyendo en esta ciudad. Solo ustedes pueden evitar que mi Macondo local termine borrado por la negligencia, la inseguridad y el olvido.
Si de verdad me aman, demuéstrenlo con acciones y no pierdan más tiempo. Porque ya pasó más de la mitad del gobierno… y esas acciones por Neiva se quedaron en pura propaganda.








