Carlos Yepes A.
Cada vez escuchamos más el término “ciudad inteligente”. Nos hablan de sensores, cámaras, aplicaciones, plataformas y algoritmos que prometen resolverlo todo. Sin embargo, la verdadera pregunta para Neiva y para el Huila no es cuánta tecnología podemos instalar, sino para qué la queremos usar y a quién debe servir. Una ciudad inteligente, si pierde de vista a las personas, termina siendo solo una ciudad más vigilada, más fría y más excluyente.
Hoy ya vivimos en una ciudad “híbrida”: usamos el celular para pedir un transporte, pagar servicios, encontrar una dirección o agendar una cita médica. La capa digital se superpuso sobre la ciudad física sin pedir permiso. Lo que nos falta es convertir esa realidad dispersa en un proyecto de ciudad: pasar del uso individual de la tecnología a una inteligencia colectiva al servicio del bien común.
Por eso, más que hablar de “smart cities” como moda, necesitamos pensar en una Neiva inteligente con propósito humano, capaz de usar los datos para tres cosas muy concretas: decidir mejor, invertir mejor y servir mejor, para que todos podamos vivir mejor.
Decidir mejor significa que las grandes decisiones de ciudad no se tomen por intuición, impulso o cálculo político, sino con base en evidencia. ¿Dónde ubicar un nuevo CAI o una estación de bomberos? ¿Qué barrios necesitan con urgencia un parque, un colegio o un centro de salud? ¿Cuáles zonas son más vulnerables a inundaciones del río Magdalena o de Las Ceibas? Son preguntas que hoy podríamos responder con datos sobre seguridad, emergencias, densidad poblacional y riesgo climático, si existiera un sistema que integrara y analizara esa información de manera seria.
Invertir mejor implica reconocer que Neiva y el Huila no tienen recursos ilimitados. Cada peso cuenta. Una ciudad inteligente no es la que gasta más, sino la que prioriza mejor. Eso supone comparar, por ejemplo, el impacto real de invertir en semáforos inteligentes frente a seguir parchando vías sin planificación; decidir si primero se debe consolidar el sistema de transporte público, garantizar el funcionamiento pleno de la PTAR o avanzar en el malecón del Magdalena. Los datos nos permiten ver qué decisiones generan más bienestar, menos desigualdad y mayor sostenibilidad a largo plazo.
Servir mejor, por su parte, es quizá el aspecto que más siente el ciudadano. Una ciudad inteligente con propósito humano es aquella en la que hacer un trámite no se convierte en una carrera de obstáculos; donde la cita médica, el cupo escolar o el apoyo a un emprendimiento no dependen de “tener palanca”, sino de procesos claros y accesibles. La tecnología debe estar al servicio del ciudadano: ventanillas únicas digitales, aplicaciones para reportar daños en el espacio público, sistemas de turnos en línea y canales efectivos de participación comunitaria.
¿Cómo llegar a eso en 2030? La ruta no se construye de la noche a la mañana, pero se puede trazar con pasos claros.
El primer paso es ordenar la casa de los datos. Neiva necesita un “cerebro” de ciudad: una instancia técnica donde confluyan la información de movilidad, seguridad, salud, ambiente, finanzas públicas y servicios. No se trata de un cuarto lleno de pantallas para la foto, sino de un centro de análisis que transforme información dispersa en decisiones concretas. A partir de allí, pueden surgir tableros de control públicos, mapas interactivos y sistemas de alerta temprana que permitan anticipar problemas y no solo reaccionar cuando ya es tarde.
El segundo paso es construir un proyecto de ciudad bio-urbana que aproveche nuestros activos naturales. El Río Magdalena, Las Ceibas, el Cerro Neiva y las quebradas urbanas no pueden seguir vistos solo como amenazas o traspatios. Una ciudad inteligente con propósito humano se reconcilia con su geografía: corredores ambientales en las riberas, parques lineales que unan barrios populares, ciclorutas que conecten la ciudad real que camina y pedalea, soluciones basadas en la naturaleza para mitigar inundaciones y olas de calor. Medellín y Curitiba nos han mostrado que es posible articular movilidad, espacio público y ambiente como una sola apuesta de ciudad; Neiva puede adaptar esas lecciones a su escala y realidad.
El tercer paso es definir un modelo de implementación realista, con victorias tempranas que generen confianza. No podemos prometerlo todo al tiempo. De aquí a 2030 podríamos fijar metas concretas: en los primeros dos años, contar con un mapa público de datos abiertos de la ciudad y una aplicación ciudadana que permita reportar problemas de espacio público y servicios; en el mediano plazo, instalar sensores básicos de calidad del aire y de nivel de los ríos, modernizar algunos cruces semafóricos críticos y poner en marcha un piloto de iluminación inteligente en corredores de alta inseguridad.
Nada de esto será posible si seguimos pensando que todo debe financiarlo el presupuesto municipal. Una Neiva inteligente requiere un esfuerzo compartido: recursos propios bien priorizados, gestión seria de regalías, cofinanciación del Gobierno Nacional, cooperación internacional y, sobre todo, alianzas con el sector privado y la academia. Las universidades pueden aportar conocimiento y talento joven; las empresas, innovación y recursos; la cooperación, experiencias y apoyo técnico. Lo que se necesita es una hoja de ruta clara y reglas de juego estables.
Pero quizá la condición más importante para que esta ruta funcione es no olvidar nunca que el centro de la ciudad inteligente debe ser la gente. No se trata de llenar Neiva de cámaras sin discutir qué se hace con esa información ni quién la controla. No se trata de imponer plataformas digitales que excluyan a adultos mayores o a quienes no tienen conectividad. Por eso, junto con la tecnología, deben ir la formación, la inclusión digital, la participación ciudadana y la protección de derechos como la privacidad y la libertad.
Neiva tiene una oportunidad: aprovechar la ola de transformación urbana que vive el mundo para dar un salto de calidad sin perder su identidad. Una ciudad más conectada, sí, pero también más segura; con mejor movilidad, pero también con más parques y zonas verdes; con datos sofisticados, pero, sobre todo, con decisiones más justas.
De aquí a 2030 podemos quedarnos viendo pasar las oportunidades o podemos construir, entre todos, una ciudad inteligente con propósito humano que nos permita servir mejor, decidir mejor y vivir mejor. Eso exige voluntad política, liderazgo técnico y un acuerdo amplio entre ciudadanos, instituciones y sectores productivos.
Al final, de lo que se trata es de volver a ponernos de acuerdo sobre la ciudad que queremos dejarle a nuestros hijos. En esa tarea, una vez más, necesitamos un Acuerdo para Vivir Mejor.
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