Mi barrio “Los Cámbulos”
Adonis Tupac Ramírez Cuellar.
Hay recuerdos que no se borran, aunque el tiempo insista en cubrirlos con su polvo, hay escritos y columnas que tienen un tono muy personal pero que se vuelven universales por contar momentos de alguna época que marcaron una generación y eso es lo que quiero contarles; como a finales de los 80 y comienzos de los 90, en el barrio Los Cámbulos se forjó un grupo de amigos o “gallada” como lo denominábamos en ese momento que, sin saberlo, se transformó en una parte íntima de nuestra historia personal y colectiva. No teníamos más título que el de amigos de esquina, pero eso bastaba y no había otro compromiso nocturno o de fin de semana que tuviera mayor transcendencia que llegar a la esquina a reunirnos con todos.
El epicentro era claro: la tienda de don Álvaro y doña Luisa, que se convirtieron en alcahuetas y protectores de cada uno de nosotros. Allí, entre gaseosas, risas y alguna que otra fiada, se decidía el destino de nuestras tardes y noches. El parque del barrio completaba el escenario: lugar de partidos improvisados, confidencias a medias, conspiraciones juveniles para armar la próxima rumba y alguna borrachera.
Las noches se iban en planear las salidas a la discoteca de moda o a los bares de la zona rosa, aunque muchas veces el plan se quedaba en hacerle bullying amistoso al del parche que llegaba tarde, o al que había cometido la “torpeza” de declararse y quedar en ridículo. Todo era parte del ritual. Nadie se salvaba, pero todos sabíamos que, detrás de la burla, había afecto y complicidad.
Las amigas eran las cómplices necesarias. Sus reuniones y fiestas daban un aire distinto al barrio: luces, música y risas que aún resuenan como un eco lejano. Muchas veces, entre canciones y juegos, se tejieron los primeros amores y también las primeras decepciones, esas que dolían fuerte por ser las primeras, pero que el grupo sabía cómo curar con chistes, bromas( sacando los cueritos al sol) y planes para el próximo fin de semana.
Hoy, mirando hacia atrás, no queda más que gratitud. La esquina de don Álvaro y doña Luisa, el parque, las risas y las fiestas fueron más que escenarios de juventud: fueron escuela de vida. Allí aprendimos la lealtad, la importancia de la amistad y el valor de estar juntos, incluso cuando no había nada más que hacer.
Quizás el barrio ya no sea el mismo, y la tienda de don Álvaro y doña Luisa no existe y desafortunadamente doña Luisa falleció hace algunos años, pero la gallada sigue viva en la memoria. Y cada vez que uno de nosotros recuerda esas noches interminables, se confirma que la verdadera riqueza de aquellos años no estaba en el dinero ni en los lugares a los que íbamos, sino en la certeza de que nunca estuvimos solos.
Esta columna es una forma de agradecer a todos los amigos y amigas de infancia que dejaron huellas en mi memoria y corazón, hoy sus nombres siguen acompañándome y a sus recuerdos acudo en mis momentos de tristeza.








