ALFREDO VARGAS ORTIZ
Orgullosamente abogado y Docente Universidad Surcolombiana
Doctor en Derecho Universidad Nacional de Colombia
Inicié mi clase de justicia transicional conversando con uno de mis estudiantes sobre la creciente ola de violencia en mi querido municipio de Algeciras. Es una crisis que, como un eco perverso, se repite desde que tengo memoria. Las autoridades parecen haberla naturalizado, como si la tragedia fuera parte inevitable del paisaje. No hay decisiones firmes ni actuaciones capaces de detener esta espiral de muerte, mientras nuestros paisanos continúan siendo víctimas de una guerra absurda, sin cuartel y sin propósito. En Algeciras siempre hay una razón —o ninguna— para arrebatar una vida: por lo que se dijo o no se dijo, por lo que se hizo o no se hizo.
En mi municipio, lamentablemente, ya nadie está a salvo. Son pocos los que pueden afirmar que no han sido amenazados, desplazados o que no tienen un familiar víctima de esta violencia interminable. Algeciras es hoy un espejo fiel de lo que atraviesa el país: una confrontación entre fuerza pública y grupos armados en la que, como lo advertía Johan Galtung en su teoría sobre la violencia estructural, la población civil queda atrapada en el centro del fuego cruzado, perdiendo no solo la vida, sino también sus bienes, su libertad y la posibilidad de disfrutar de la despensa agrícola del Huila.
Colombia —y en particular Algeciras— necesita una intervención urgente. Una declaración de emergencia que permita frenar esta barbarie que tiñe de sangre nuestras calles y marchita la esperanza de las nuevas generaciones. Como lo señalaron Hannah Arendt y Tzvetan Todorov, cuando la violencia se vuelve cotidiana, la vida pierde su valor simbólico y político; ya no basta con sobrevivir, pues la mera existencia se convierte en una condena. No podemos seguir aceptando la idea de matarnos “de todas las formas posibles”, porque nuestra historia y nuestro presente demuestran cuán fútiles son las justificaciones utilizadas para terminar con la vida del otro.
Basta con revisar los comentarios en redes sociales ante la muerte de cualquier persona: hay quienes no solo justifican el homicidio, sino que incluso lo celebran. Cualquier psicólogo o psiquiatra diría que estamos frente a una emergencia sanitaria colectiva. Como ha señalado el antropólogo Philippe Bourgois, la normalización de la violencia produce una especie de “anestesia moral” que permite mirar la destrucción del otro sin estremecerse. Y las cifras recientes —más de 450.000 muertes violentas en las últimas décadas, según informes del Centro Nacional de Memoria Histórica— confirman que esta es una pandemia social de dimensiones trágicas.
Hoy más que nunca necesitamos regresar al sentido profundo de lo humano. Que el humanismo renazca en nuestras aulas, como lo pedía Martha Nussbaum cuando advertía que las democracias agonizan si sus ciudadanos pierden la capacidad de empatizar. El irrespeto por la vida se ha convertido en pan de cada día, y las dinámicas de deshumanización avanzan incluso cuando celebramos, paradójicamente, los derechos de la naturaleza y de los animales.
Requerimos más educación y más cultura. Que nuestros niños y niñas aprendan primero a empuñar un instrumento musical antes que un arma. Que existan más bibliotecas que cantinas; más escenarios de arte, teatro y literatura que permitan elevar nuestra sensibilidad social. Que la solidaridad rebose nuestras relaciones, que el amor por el otro vuelva a ser una virtud cotidiana, que la humildad gobierne antes que el orgullo, y que la caridad —como bien lo planteaba Emmanuel Levinas— nos recuerde que en el rostro del otro está la primera prohibición ética respaldada por el fervoroso cristianismo que caracteriza a nuestro país: no matarás.
Solo así podremos desmontar la peligrosa creencia de que eliminando al otro garantizamos nuestra propia supervivencia. Colombia no soporta ni un minuto más de esta idea de “matarnos de todas las formas posibles”. La vida merece, urgente y profundamente, ser defendida.








