Los audios filtrados de David Racero no son un simple escándalo más: son la prueba más pura de una enfermedad profunda en la política colombiana. Racero, uno de los voceros del «cambio», terminó ofreciendo empleo sin la reivindicación de los derechos de los trabajadores y trabajadoras (esto último léalo como cassette viejo). Y mientras tanto, el gobierno, que se autoproclama defensor de los trabajadores, sale con la doble moral a la que ya nos tiene acostumbrados, con mensajes tibios y ambiguos: unos que insinúan investigaciones y otros que lo defienden por el “ataque” de los medios fascistas. Que quede claro: fue Daniel Coronell —nada fascista— quien publicó el “super ofrecimiento” de Racero.
A Racero, además, le encanta el nepotismo, y más si es en entidades del Estado, como el SENA, donde —junto a su tío y el director nacional— orquestó toda una movida para quedarse con la entidad en su departamento. Racero, una Joya más del «cambio».
Porque sí, la reforma laboral debe debatirse. Es cierto que las normas impuestas hace dos décadas no erradicaron ni la informalidad ni el desempleo. Pero también es cierto que este debate no puede darse entre solo dos actores —trabajadores (los “buenos”, según el gobierno) y empresarios (los “malos”, en la narrativa de divide y reinarás)— sin que el gobierno, como tercer actor clave, asuma su parte con responsabilidad y coherencia.
En Colombia, más del 95% del tejido empresarial lo componen mipymes, muchas de ellas informales o frágiles. No estamos hablando de multinacionales, sino de emprendedores que, ante esta reforma, verán aumentados sus costos entre un 11 % y un 18 %, según Fedesarrollo y diversos gremios. Algunos sectores, como el de la vigilancia privada, ya advirtieron que tendrán que despedir personal para cumplir con los nuevos costos laborales. ¿Y qué pone el Estado? ¿Qué cede el gobierno en esta ecuación?
La respuesta es: nada. Mientras a las empresas se les exige más carga y a los trabajadores se les promete mayor remuneración (lo cual es justo), el gobierno se beneficia con más formalización, más recaudo y menos carga social. ¿Pero a cambio de qué? ¿Dónde están los incentivos fiscales, los alivios impositivos, la “pirinola” de Antanas Mockus —un progresista de verdad— donde todos ponen?
Este gobierno habla de justicia social, pero a la hora de poner el ejemplo, falla una y otra vez. Recordemos:
Falló con la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo, bajo control del gobierno, contrató de manera irregular más de $47.000 millones en carrotanques que no llegaron al destino prometido: las comunidades indígenas de La Guajira que morían de sed.
Falló en el caso de Laura Sarabia, donde su exempleada fue sometida a un polígrafo ilegal por sospechas de un robo menor, mientras en las altas esferas del gobierno pululan contratos opacos y clientelismo descarado.
Falló con el escándalo de los fondos de campaña, donde Nicolás Petro terminó revelando una red de apoyos financieros informales al proyecto presidencial, mientras el gobierno presume de transparencia.
Y ahora, el uso de la reforma laboral como chantaje político: o se aprueba en los términos del Ejecutivo, o se agitará por decreto la consulta popular. ¿Eso es democracia participativa o autoritarismo disfrazado?
Me encantaría una respuesta autocrítica a estas preguntas y a estos fallos, por parte de los concejales del Pacto Histórico en esta ciudad, que son unos duros para controvertir —con discursos de identidad— todo lo que no piense como la concejal, especialmente en su rol de candidata, en el que maneja muy bien la polarización y la división de clases sociales.
Petro y su gobierno se sienten cómodos en el discurso de la reparación histórica, pero incómodos cuando les toca distribuir responsabilidades. Si de verdad se trata de construir un nuevo contrato social, entonces discutamos también una reducción del IVA para incentivar el consumo, o una baja en el impuesto de renta a las pequeñas empresas. Pero eso no aparece en los borradores del «cambio».
Porque aquí —y esa es la verdad incómoda— la reforma laboral se construye sobre la espalda de quienes ya cargan con el peso del país: emprendedores, trabajadores informales y pequeños empresarios. Para ellos no hay consulta popular. Solo hay decreto, para satisfacer las ansias electorales de los próximos meses. No, señor: con las reivindicaciones de los trabajadores no se hace política, ni con los sueños de los emprendedores colombianos que generan la mayor cantidad de empleos en el país. ¿O es que el «cambio» consiste en acabar con la clase media? Pilas pues que la clase media sigue siendo completamente ignorada por los discursos polarizantes de quién odia gerenciar un país.
El “cambio” no puede seguir siendo un eslogan que exige mucho y entrega poco. No basta con reivindicar en el discurso: hay que actuar con coherencia, y dejar de usar la justicia social como excusa para concentrar poder.
Más filosofía mokusiana y menos Aurelianos despiporrados dirigiendo los destinos de un país berraco y resiliente.








