Por: Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas
Hace unos días mientras hablaba con mi suegro sobre cómo hemos cambiado como sociedad, me di cuenta de algo a lo que no le había puesto mucho cuidado y es que las cuchas tenían razón. Sí, esas mujeres que parecían ser exageradas aconsejándonos, que contaban las mismas historias mil veces, que insistían en enseñarnos cómo se hacía un arroz bien hecho, cómo tratar a la gente o cómo sentarse a comer en la mesa. Hoy, cuando la vida va a mil por hora, nos estamos dando cuenta de que hemos perdido una relación que era esencial, la conexión cercana con nuestras madres y abuelas, esas mujeres llenas de sabiduría que fueron el corazón de las familias.
En mi caso, el punto de encuentro siempre ha sido la casa de mi abuela en Garzón, Huila. Allá es donde aún mis tíos se reúnen casi todos los días, como si el ritmo de la vida no hubiera logrado romper esa costumbre. Y al menos una vez al año, toda la familia procura reunirse. Los recuerdos más bonitos de mi infancia en familia los he vivido allá, días enteros jugando en el patio con mis primos, las conversaciones en la sala del televisor con mis tíos, primos y abuela viendo el noticiero, las risas de los primitos menores corriendo por toda la casa. Esa casa no es solo una construcción; es el corazón emocional de nuestra familia, un refugio donde todo parece tener sentido.
Y no es casualidad. Las abuelas eran las dueñas de conocimientos que no venían en libros ni en internet. Sabían cómo aliviar dolores sin necesidad de una pastilla, cómo hacer que un plato simple se volviera extraordinario con echarle una pizca de algo. Podían leer el ánimo de alguien solo con verlo entrar por la puerta. Esa sabiduría se transmitía de generación en generación, sin discursos complicados, solo con ejemplo y cariño.
Pero hoy la crianza es muy diferente. Los niños crecen con un celular en la mano, entretenidos por pantallas que lo hacen todo más rápido, pero más superficial. Es más fácil ponerle un video a un niño que enseñarle a tender la cama o a saludar con respeto. Ya casi no vemos esas escenas de antes, una abuela enseñando a tejer, un niño aprendiendo a cocinar, una familia compartiendo historias alrededor del comedor. Cada vez es más raro que los pequeños hereden conocimientos familiares o valores que antes eran naturales, la lealtad, el respeto, y el valor de la palabra.
Hoy, muchos niños saben desbloquear un teléfono, pero no saben cómo comportarse frente a un mayor. Pueden dominar un juego de video, pero no saben tener una conversación sin mirar una pantalla. Y nosotros, como sociedad, lo permitimos porque también estamos atrapados en esa rutina acelerada.
Tal vez ha llegado el momento de reconocer que esas “cuchas” que veíamos anticuadas y cansonas tenían más claridad que nosotros. Que sus formas simples escondían lecciones profundas sobre comunidad, familia y humanidad. Ellas entendían que lo importante no era tener más, sino estar más.
Entonces, ¿seremos capaces de recuperar esa conexión antes de que sea demasiado tarde?








