Hace un mes, durante un entrenamiento de ciclismo en preparación para mi Ironman en Capcana, la vida decidió recordarme algo que, como cirujano de cabeza y cuello, sé en teoría, pero que en la práctica tendemos a olvidar: somos frágiles.
Una caída aparentemente banal me dejó con una luxación acromioclavicular derecha y un esguince en la muñeca izquierda. Lesiones que no solo me obligaron a cancelar una competencia que había entrenado con disciplina durante 5 meses, sino también a detener algo mucho más profundo: mi labor quirúrgica, mi cotidianidad, mi identidad profesional.
De pronto, el que estaba acostumbrado a ser el que escucha, diagnostica y actúa, se convirtió en paciente. Pasé del quirófano a la camilla, de la bata a la bata hospitalaria, de tomar decisiones críticas a confiar en las manos y criterios de otros colegas. Y no fue fácil.
El dolor físico era manejable. El verdadero desafío fue el dolor emocional: la impotencia, la vulnerabilidad, la incertidumbre. Entendí, desde un lugar mucho más visceral, lo que significa estar del otro lado. La ansiedad previa a la cirugía, la esperanza ciega en la habilidad de tu médico, la espera eterna de los resultados, la lucha diaria en la rehabilitación… Todo eso que tantas veces había explicado a mis pacientes, ahora lo sentía en carne propia.
Hay una lección profunda en esta pausa obligada. La vida es frágil, sí, pero también resiliente. Mi cuerpo, al igual que el de todos nuestros pacientes, posee una sabiduría para sanar que merece ser acompañada, no apurada. Aprendí a tener paciencia, a celebrar pequeños logros como mover de nuevo el brazo o abotonarme una camisa sin ayuda. A reconocer que pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de humanidad.
También descubrí algo más: como cirujanos, a veces olvidamos lo que significa vivir en la piel del paciente. Nos enfocamos en la técnica, en la resolución de problemas, en los protocolos. Pero detrás de cada diagnóstico hay un ser humano que, al igual que yo estos días, lucha silenciosamente entre el dolor, el miedo y la esperanza.
Hoy, mientras retomo poco a poco mis entrenamientos y mis actividades quirúrgicas, llevo conmigo una comprensión renovada de la fragilidad y la fuerza humana. Mi Ironman quedó en pausa, pero esta experiencia me preparó para algo más importante: ser un médico y un ser humano más empático, más atento, más consciente de que cada cicatriz, visible o invisible, cuenta una historia que merece ser escuchada.
La caída me enseñó que detenerse no siempre es perder; a veces, detenerse es la única manera de volver a caminar —o a correr, o a operar— con un corazón más pleno.
Y en esa fragilidad descubierta, paradójicamente, encontré una nueva fortaleza.








