Diario del Huila

La sombra de Hiroshima, 80 años después

Ago 8, 2025

Diario del Huila Inicio 5 Opinión 5 La sombra de Hiroshima, 80 años después

Por: Juanita Tovar Sandino

Hoy se cumplen ochenta años de uno de los episodios más brutales y trascendentales en la historia de la humanidad: el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. El 6 de agosto de 1945, el mundo presenció un horror sin precedentes. Una sola explosión redujo la ciudad a escombros, apagó la vida de decenas de miles de personas en un instante —sin distinción de edad o género— y condenó a muchas más a una agonía prolongada por los efectos de la radiación. Tres días después, Nagasaki sufrió una devastación similar. El entonces presidente de Estados Unidos, Harry Truman, ante un Japón que resistía pese a la caída de Mussolini en abril y de Hitler en mayo de ese mismo año, defendió la decisión como el mal menor para evitar una invasión terrestre que, según cálculos militares, habría costado cientos de miles de vidas, tanto de soldados aliados como de civiles japoneses.

Más allá de las justificaciones estratégicas o los dilemas éticos, lo indiscutible es que, aquel día, la humanidad cruzó un umbral irreversible: la capacidad de autodestrucción quedó grabada para siempre en nuestro ADN colectivo. La Segunda Guerra Mundial llegó a su fin, pero dio paso a otra guerra más insidiosa: la del miedo. La bomba atómica no solo selló el conflicto más sangriento de la historia, sino que inauguró una era de terror permanente. Durante la Guerra Fría, la sombra nuclear dominó las tensiones globales: Estados Unidos y la Unión Soviética acumularon arsenales capaces de obliterar el planeta una y otra vez. La crisis de los misiles en Cuba, en 1962, llevó al mundo al borde del abismo; durante trece días, la humanidad contuvo el aliento mientras dos superpotencias jugaban una partida de disuasión con el apocalipsis como rehén.

Pero el horror no se limitó a la amenaza nuclear. En Vietnam, entre 1965 y 1973, Estados Unidos descargó más de 7,5 millones de toneladas de bombas, superando todo el poder explosivo utilizado en la Segunda Guerra Mundial, mientras el napalm carbonizaba pueblos y el agente naranja envenenaba la tierra y a generaciones futuras. El miedo se volvió ubicuo: impregnó la cultura popular, la política, los sueños y las pesadillas colectivas. Términos como invierno nuclear, destrucción mutua asegurada y holocausto atómico se incrustaron en nuestro lenguaje cotidiano, recordándonos que, desde Hiroshima, la humanidad carga con un nuevo estigma: la capacidad de aniquilarse a sí misma.

Albert Einstein, cuya teoría de la relatividad sentó las bases para la bomba, advirtió con amarga lucidez: “No sé con qué armas se luchará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será con palos y piedras”. Su frase resume la paradoja de nuestro tiempo: el mismo intelecto que nos ha permitido dominar la naturaleza también nos ha dado las herramientas para exterminarnos. Ochenta años después de Hiroshima, esa advertencia sigue vigente. Aunque el fin de la Guerra Fría redujo el riesgo de un conflicto nuclear global, no lo eliminó. Hoy, potencias como Corea del Norte —con un régimen impredecible y aislado— o países como Irán —en medio de tensiones geopolíticas crecientes— mantienen programas nucleares que desafían los frágiles acuerdos internacionales. Rusia, bajo el gobierno de Putin, ha recurrido a la retórica nuclear para intimidar a Occidente durante su invasión a Ucrania. China, mientras tanto, expande silenciosamente su arsenal. El mundo sigue siendo un bidón de gasolina rodeado de manos pirómanas.

Pero el peligro no son solo las bombas en sí, sino la normalización de su sombra. Vivimos en una época en la que las crisis se multiplican: guerras convencionales, terrorismo, pandemias, cambio climático. Ante esto, la amenaza nuclear parece desdibujarse, como si fuera un fantasma del siglo XX o una trama de novela de Ian Fleming con su célebre James Bond. Sin embargo, es todo lo contrario: en un mundo cada vez más inestable, el riesgo de que un error, un cálculo equivocado o un líder desesperado recurra al arma definitiva es real. La invasión rusa a Ucrania ha revivido el espectro de la confrontación directa entre potencias nucleares. Los misiles hipersónicos, los ciberataques a infraestructuras críticas y la erosión de los tratados de control de armamentos son señales alarmantes.

Lo que necesitamos, ochenta años después de Hiroshima, no es solo recordar el horror, sino actuar para evitarlo. Necesitamos líderes que entiendan que la seguridad no se construye con más armas, sino con más diálogo; que la disuasión nuclear no es una estrategia sostenible, sino una ruleta rusa con el destino de la especie. El Tratado de No Proliferación Nuclear, aunque imperfecto, ha sido un dique frágil contra la catástrofe. Pero no basta. Urge reivindicar el multilateralismo, fortalecer la diplomacia y, sobre todo, deslegitimar la idea de que la destrucción masiva es una opción válida en ningún escenario.

Hiroshima nos deja una lección dolorosa: la tecnología sin ética conduce a la destrucción. Ochenta años después, el mundo sigue dividido entre el avance científico y el riesgo de la autodestrucción. Pero no todo es pesimismo. Hoy vemos cómo comunidades, científicos y jóvenes alzan la voz por la paz, exigen control de armamentos y promueven soluciones diplomáticas. En Colombia, que ha sufrido el horror de la violencia, sabemos que la reconciliación es posible cuando priman el diálogo y la humanidad. El miedo que vivieron las víctimas de Hiroshima en 1945 no debe repetirse. El mejor homenaje que podemos hacer hoy no es solo recordar, sino actuar: construir un futuro donde la paz prevalezca sobre las bombas, y donde nadie más tenga que temer la sombra de un hongo nuclear.

Tal vez te gustaría leer esto