Por: Juanita Tovar
La escalofriante escena de la semana pasada, donde una turba de cerca de 200 motociclistas persiguió, capturó y linchó a un conductor en un acto de violencia colectiva, no es un hecho aislado. Es el síntoma más grave de una enfermedad que destruye la confianza de la sociedad colombiana: la desesperanza absoluta en su sistema de justicia. Este evento, junto con la viralización de videos bajo el título de “Paloterapia”, nos enfrenta a una cruda realidad: estamos normalizando la ejecución extrajudicial y celebrando la barbarie como si fuera una solución.
Quienes defienden estos actos argumentan, con un cinismo fruto de la frustración, que “al menos hicieron algo”. Señalan, con razón, un sistema judicial plagado de falencias, lentitud y una percepción de impunidad que ronda el 90 % para muchos delitos menores. El ciudadano promedio siente que, si un ladrón es atrapado robando un celular, la puerta giratoria de la justicia lo liberará en horas, mientras la víctima pierde su patrimonio, su tiempo y, lo más importante, su fe. Sin embargo, esta justificación —comprensible en su origen emocional— es profundamente errónea y peligrosa. Sustituir un sistema disfuncional por la ley de la selva no es un avance; es una regresión al primitivismo más oscuro.
Para entender el problema, debemos dejar atrás la caricatura y analizar cómo funciona realmente nuestro sistema penal. Colombia se constituye como un Estado Social de Derecho, consagrado en el artículo 1º de la Constitución. Esto significa que todo poder, incluido el punitivo, debe ejercerse con estricto apego a la ley y al respeto de los derechos fundamentales, incluso de aquellos acusados de un delito. Cuando una persona es capturada en flagrancia, la Policía Judicial realiza la captura, debe informarle sus derechos y, en un plazo máximo de 36 horas, un juez de control de garantías debe llevar a cabo la audiencia de imputación. Allí, la Fiscalía presenta los cargos y el juez decide si existen motivos para privar de la libertad al sindicado.
Es crucial entender que el juez no solo decide entre “cárcel o libertad”. Para delitos menores, como el hurto simple, la ley restringe la prisión preventiva, por lo que los jueces suelen optar por medidas como presentaciones periódicas o arresto domiciliario. El ciudadano, sin embargo, interpreta la ausencia de cárcel como “impunidad”. A esto se suman grietas más profundas: la falta de capacidad investigativa de la Fiscalía, la saturación del sistema carcelario y la lentitud de los procesos, que pueden tardar años.
La “paloterapia” es la antítesis de este Estado de Derecho. Es un eufemismo que encubre delitos como tortura, homicidio o lesiones personales graves. Cuando una multitud se erige en juez, jurado y verdugo, no hay derecho a la defensa, ni presunción de inocencia, ni proporcionalidad. Se juzga con ira, no con razón. Y lo más trágico: a menudo la turba se equivoca. Ha habido personas agredidas injustamente por rumores o simples confusiones.
La solución, por tanto, no es agredir a la Policía por proteger al delincuente de una turba homicida, sino fortalecer al Estado para que el delincuente no vuelva a delinquir. Se requieren más jueces, fiscales y equipos técnicos para agilizar procesos; una justicia visible y rápida; mejores canales de denuncia; y unidades policiales eficientes en la recuperación de objetos hurtados. La víctima necesita sentir que denunciar sirve de algo. Para reincidentes de alto impacto, debe evaluarse la prisión preventiva con criterios estrictos y demostrables. El respeto a la autoridad —como en países desarrollados— no se decreta: se construye con resultados.
Los datos duelen y alertan. En Colombia se registran cientos de casos de violencia colectiva al año. Solo alrededor del 5 % de los hurtos a personas termina en condena. Esta cifra revela la frustración social. Pero la justicia por mano propia es un espejismo: no nos hace más seguros, sino más violentos. No podemos permitir que el miedo y la rabia nos conviertan en aquello que decimos combatir. El único camino posible es fortalecer las instituciones, exigir resultados y defender el principio de que la justicia debe administrarla el Estado de Derecho, no la muchedumbre. La alternativa es un país donde la vida vale menos que un celular y donde la civilización cede ante la ley del más fuerte. Ese es un abismo del que será muy difícil regresar.








