Por: Oscar Eduardo Trujillo Cuenca
Durante mucho tiempo, la ruralidad fue vista como sinónimo de atraso, de pobreza, de futuro incierto. En el imaginario colectivo, el campo era un lugar del que había que “salir” para progresar, las grandes ciudades eran el destino ideal, y quedarse en la vereda era casi un fracaso; pero esa narrativa está cambiando, está naciendo una nueva ruralidad, una que no pide permiso, que se reinventa, que se llena de jóvenes, de tecnología y de esperanza.
Hoy, en departamentos como el Huila, estamos presenciando una transformación silenciosa pero poderosa, donde jóvenes que antes migraban ahora regresan con nuevas ideas; campesinos que antes vendían sin valor agregado hoy exportan con marca propia; productores que antes dependían del intermediario ahora gestionan redes sociales, usan drones y tienen tiendas virtuales; ya no hablamos de un campo aislado, sino conectado; de una ruralidad analógica, pasamos a una ruralidad digital.
Pero esto no sucede por arte de magia, sucede porque hay una generación decidida a dignificar la vida rural, que entiende que sembrar hoy puede ser tan innovador como programar, que producir alimentos sanos es tan valioso como desarrollar software; sucede porque las nuevas tecnologías están bajando al campo, a sensores climáticos, apps para monitoreo de cultivos, plataformas de comercio justo, sistemas de trazabilidad en tiempo real; sucede porque hay comunidades que se están organizando, emprendiendo, asociando, narrando sus propias historias.
La nueva ruralidad no es una copia de la ciudad en medio del campo; es una expresión distinta de desarrollo, más humana, más resiliente, más conectada con la tierra y con la vida. Es una apuesta por el arraigo, por la identidad y por el orgullo de ser rural sin renunciar a la innovación, es sembrar con saber ancestral y cosechar con herramientas del siglo XXI, es demostrar que el futuro también brota de la tierra.
En el Huila, esta nueva ruralidad ya tiene rostro, jóvenes cafeteros que producen microlotes de especialidad y los comercializan por redes sociales; mujeres rurales que transforman frutas en productos gourmet; comunidades que gestionan proyectos agroturísticos con visión global; niños que aprenden desde la escuela a programar, sembrar y cuidar el agua como parte del mismo ecosistema de vida.
El reto ahora está en que los gobiernos, las instituciones, la empresa privada y la academia estén a la altura de este cambio, necesitamos educación pertinente, conectividad total, vías que comuniquen, inversión que cree oportunidades reales, crédito rural justo, infraestructura productiva, y sobre todo, políticas públicas que entiendan que el campo no es un apéndice del desarrollo, sino su raíz.
Porque si algo hemos aprendido en estos tiempos es que sin campo no hay ciudad, sin campesinos no hay comida, y sin jóvenes en el territorio, no hay mañana.
Es momento de pasar de la nostalgia rural a la visión de futuro, de mirar al campo no con lástima ni romanticismo, sino con admiración y estrategia. La nueva ruralidad no es un sueño, ya es una realidad en construcción y si sabemos nutrirla, puede ser la más fértil de nuestras revoluciones








