Por
ALFREDO VARGAS ORTIZ
Abogado y Docente – Universidad Surcolombiana
Doctor en Derecho – Universidad Nacional de Colombia
En tiempos oscuros como los que nos rodean en nuestro país, la violencia exacerbada debe tener como respuesta de nuestra sociedad la cultura de la no violencia, tan pregonada y materializada por Jesucristo, quien nos pidió incluso dar la otra mejilla, señalando que su reino no era de este mundo. Con ello, dejó claro que no era precisamente representante de la espada desenfundada, sino el revolucionario que nos enseñó a amar al prójimo como a nosotros mismos. Prójimo, próximo, cercano, multiplicado en los rostros de los niños y niñas abandonados o abusados, de los ancianos desamparados, de las mujeres echadas a su suerte por la violencia de género y el desplazamiento forzado, de los jóvenes que se ven seducidos por la violencia al no tener alternativas para ser y crecer y los cuales reclaman un grado de solidaridad, de indignación y sobre todo de acción por ellos.
Mahatma Gandhi nos enseñó que la cultura de la no violencia implica también la vida en dignidad, frente a la avaricia, la injusticia, la explotación y la opresión del Imperio británico, que sucumbió ante una persona aparentemente débil en cuerpo y vestimenta, pero fuerte en principios y valores. Esa fortaleza lo llevó a movilizar y unificar a todo un pueblo que decidió seguir sus designios y refundar una nación que hoy es una potencia mundial y el país más poblado del planeta.
Martin Luther King, quien luchó contra la segregación racial en los Estados Unidos —y que hoy debe inquietarse desde los cielos por la arremetida contra la población migrante liderada por el expresidente Donald Trump— nos enseñó que la no violencia es también una metodología de acción que invoca la solidaridad de los pueblos y motiva a quienes desean ayudar a cambiar las perspectivas de esa nación del norte. En su gran discurso “I Have a Dream” (Tengo un sueño), emulando el sermón del monte de Jesucristo, dejó clara su declaración de principios, en la que la igualdad y la libertad se materializan en una sociedad que no excluye ni segrega a los afrodescendientes norteamericanos. Dijo el reverendo:
“Llegó como un amanecer de alegría para terminar la larga noche del cautiverio. Pero cien años después debemos enfrentar el hecho trágico de que el negro aún no es libre. Cien años después, la vida del negro está todavía minada por los grilletes de la discriminación. Cien años después, el negro vive en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, el negro todavía languidece en los rincones de la sociedad estadounidense y se encuentra a sí mismo exiliado en su propia tierra”.
Nada más revelador de la situación de nuestra población afrodescendiente, que hoy, en el año 2025, continúa sufriendo las mismas condiciones de discriminación y pobreza extrema.
Nelson Mandela, a pesar de haber estado años en prisión, perdonó y logró una transformación sustancial en Sudáfrica, de la mano —quien lo creyera— de sus mismos opresores. Todos estos autores y ejemplos de vida deben inspirarnos a no caer en el abismo de la violencia que hoy nos embarga. Tenemos mucho por hacer: desde nuestros hogares, en nuestro trabajo, en nuestras comunidades y, sobre todo, en el ámbito social y comunitario, que tanto requiere de ejemplos para la resolución de conflictos mediante el diálogo intensificado, el arte, la pedagogía y la cultura como verdaderos transformadores. Solo así podremos reemplazar una cultura de violencia —que hoy se expresa en el conflicto armado interno y en la guerra urbana de nuestras calles— por una cultura de paz.








