Ruber Bustos
El 7 de agosto para muchos puede ser solo una fecha más en el calendario, un feriado o una excusa para descansar. Pero para quienes trabajamos la tierra con el alma, como lo hacemos los caficultores, ese día representa mucho más que la conmemoración de la Batalla de Boyacá. Es el recordatorio de que la libertad que hoy disfrutamos fue sembrada con sangre, sacrificio y coraje. Y que mantenerla viva sigue siendo nuestra tarea, desde cada rincón del país, desde cada surco y cada grano de café que cultivamos con dignidad.
En 1819, nuestros antepasados decidieron que no podían seguir siendo súbditos de una corona lejana, desconectada de las realidades del pueblo. Marcharon por las montañas, cruzaron ríos y páramos, y pelearon en el Puente de Boyacá no por gloria personal, sino por un principio: la libertad de decidir nuestro destino. Ese espíritu no se quedó en el pasado. Hoy, más que nunca, debemos retomarlo.
La libertad no es un regalo garantizado. Se defiende todos los días. En un país como el nuestro, donde aún persisten la corrupción, los intereses oscuros y la polarización, ser libre implica más que tener derechos en el papel. Implica tener acceso real a oportunidades, poder alzar la voz sin miedo y tener instituciones que respondan al pueblo y no a los poderosos.
Desde los territorios, los caficultores también hacemos patria. Mientras cuidamos nuestras matas, también cuidamos valores. Mientras madrugamos al cultivo, también madrugamos a defender la democracia. Y eso no es poesía: es la realidad de miles de hombres y mujeres que, como yo, creemos que este país no se construye solo desde los escritorios de Bogotá, sino desde cada finca, cada corregimiento y cada vereda.
Según el Observatorio de Democracia de la Universidad de los Andes, solo el 42% de los colombianos confía plenamente en nuestras instituciones democráticas. Eso debería preocuparnos. Pero también debe motivarnos. Porque si la confianza está baja, es porque muchos se han alejado de los territorios. Si queremos instituciones fuertes, tienen que volver la mirada al campo, escuchar nuestras voces y respetar nuestras luchas.
La libertad también se ve amenazada cuando las decisiones se toman sin contar con quienes producen la riqueza de este país. En el caso del café, somos más de 549 mil familias que no solo movemos la economía, sino que sostenemos el tejido social en regiones que han sido históricamente olvidadas. ¿Cómo no vamos a tener derecho a opinar, a proponer, a exigir que se nos respete?
Yo no tengo un micrófono en la Casa de Nariño, pero tengo mi voz. Y la uso cada vez que participo en mi Comité de Cafeteros, cada vez que voto, cada vez que hablo con mis hijos sobre lo que significa tener un país libre.
El 7 de agosto no es solo el recuerdo de una batalla ganada. Es el compromiso de seguir luchando por un país más justo, más equitativo y verdaderamente democrático. Y esa batalla, hoy, se libra con ideas, con participación y con memoria.
A los jóvenes les digo: la libertad no es eterna si no la cuidamos. Y a quienes gobiernan, les recuerdo: un país no se construye ignorando al pueblo que lo sostiene. Desde las montañas del Huila, desde mi parcela, desde mi saco de café, yo también hago patria. Y seguiré haciéndola, porque la libertad no se hereda: se cultiva todos los días.








