Por: EDWIN FERNANDO PISSO ESCALANTE
Después de casi dos años desde la elección de nuestros alcaldes y gobernadores, es común escuchar un murmullo de insatisfacción entre los ciudadanos. Muchos de los que depositaron su confianza en estas administraciones ahora se sienten defraudados. Promesas incumplidas, falta de obras visibles y una sensación generalizada de que nada ha cambiado en sus municipios y departamentos son solo algunas de las quejas más frecuentes. Este descontento no solo proviene de los electores; incluso aquellos que no votaron sienten que los mandatarios actuales no han estado a la altura de las circunstancias.
Estas manifestaciones de descontento a menudo llegan a nosotros, quienes en algún momento aspiramos ejercer esos cargos públicos, aunque no lo logramos por una u otra razón. Es importante recordar que, si bien podemos escuchar y entender las frustraciones de la ciudadanía, no tenemos la “batuta” para resolver problemas que escapan a nuestra influencia. En muchos casos, podemos observar con claridad que durante las campañas electorales se prometen numerosas acciones que, lamentablemente, se ven eclipsadas por la inercia burocrática y la realidad compleja de la administración pública.
En este contexto, es fundamental cuestionar cómo se llevan a cabo los procesos electorales y la forma en que se llegan a obtener las elecciones. La compra de votos, la entrega de “tamales y lechonas”, y otras prácticas clientelistas han socavado la integridad del sistema democrático. Estas acciones generan un ciclo vicioso en el que los gobernantes electos no están verdaderamente comprometidos con el bienestar de la comunidad, sino que deben retribuir favores y satisfacer expectativas personales o grupales. Esto crea una desconexión entre la administración pública y las necesidades reales de la población, un fenómeno que se refleja de manera palpable en la gestión diaria.
Para realizar una evaluación objetiva de la administración de un ente territorial, se deben considerar indicadores concretos como el Índice de Desempeño Fiscal (IDF), elaborado anualmente por el Departamento Nacional de Planeación (DNP). Este índice mide el desempeño financiero de las entidades territoriales y refleja su sostenibilidad fiscal. En su última edición, se constató que muchos municipios y departamentos no lograron buenos resultados, lo que se traduce en un aumento en la dependencia de transferencias de la Nación y una reducción preocupante en la formación bruta de capital fijo.
Esta tendencia es alarmante. Significa que muchas administraciones están gastando más de lo que generan y, por ende, sus capacidades de inversión en infraestructura y proyectos productivos se ven seriamente comprometidas. El músculo financiero se debilita, y las comunidades quedan atrapadas en un círculo de dependencia que frena el desarrollo y el progreso local.
La pregunta que surge es: ¿cómo se puede revertir esta situación? La respuesta no es sencilla, pero comienza con la educación y la concienciación ciudadana sobre la importancia de elegir de manera responsable en las elecciones. Los votantes deben ser críticos y exigir cuentas a quienes buscan su apoyo. Debemos promover una cultura electoral en la que se priorice el mérito y las propuestas viables, en lugar de dejarse llevar por promesas vacías o beneficios inmediatos que seguramente terminan desenfocando el verdadero propósito de servir a la comunidad.
