Diario del Huila

La infamia del reclutamiento de niños

Jul 9, 2025

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Por: Juanita Tovar

El reciente reconocimiento de seis excomandantes de las FARC ante la Jurisdicción Especial para la Paz sobre su responsabilidad en el reclutamiento forzado de más de 18.000 menores durante el conflicto armado no es solo una admisión de culpa, sino un espejo que refleja una de las heridas más profundas dejadas por la guerra en Colombia. Este hecho, lejos de ser un mero trámite judicial, desnuda una realidad atroz: miles de niños y adolescentes fueron arrancados de sus hogares, de sus sueños, de su inocencia, para ser convertidos en instrumentos de un conflicto que no eligieron. La magnitud del daño trasciende lo jurídico y se instala en lo humano, en lo social, en lo irreparable.

Las implicaciones legales de este reconocimiento son claras y contundentes. El reclutamiento de menores es considerado por el derecho internacional como un crimen de guerra, tipificado en el Estatuto de Roma y prohibido por convenios como los Protocolos de Ginebra y la Convención sobre los Derechos del Niño. Las FARC no solo violaron estas normas, sino que lo hicieron de manera sistemática y deliberada, lo que agrava su responsabilidad. Sin embargo, el hecho de que este reconocimiento se dé en el marco de la JEP plantea un dilema moral y jurídico: ¿es suficiente la justicia transicional, con sus penas reducidas y sus beneficios condicionados, para enfrentar un crimen de tal envergadura?

La respuesta no es sencilla. Para las víctimas y sus familias, la justicia no puede limitarse a una confesión o a una pena simbólica; debe traducirse en medidas concretas que reparen, al menos en parte, el daño causado. Pero más allá de lo jurídico, lo que queda al descubierto es la crudeza de un sistema que permitió que esto ocurriera durante décadas, con la complicidad del silencio, la indiferencia y, en muchos casos, la incapacidad del Estado para proteger a los más vulnerables.

El impacto de este reclutamiento forzado no se mide solo en números, sino en vidas truncadas, en infancias robadas, en traumas que persisten. Los niños y adolescentes reclutados por las FARC no solo fueron obligados a cargar un arma o a seguir órdenes; fueron sometidos a un proceso de deshumanización que les arrebató su identidad, su libertad y su derecho a crecer en paz. Muchos de ellos, hoy adultos, cargan con secuelas psicológicas profundas: estrés postraumático, dificultades para integrarse a la sociedad, problemas de salud mental que no se resuelven con una indemnización económica. Otros, los menos afortunados, nunca lograron escapar y perdieron la vida en combates ajenos, sin siquiera entender por qué estaban allí.

El daño, además, no es individual; es colectivo. Familias enteras quedaron destrozadas, comunidades rurales fueron despojadas de su futuro y el tejido social de regiones enteras quedó marcado por la desconfianza y el miedo.

Pero quizás lo más doloroso es que este no es un problema del pasado. Aunque las FARC se hayan desmovilizado, el reclutamiento de menores sigue siendo una realidad en Colombia. Grupos armados como el ELN y las disidencias continúan utilizando a niños y adolescentes como carne de cañón, aprovechándose de la pobreza, la falta de oportunidades y la ausencia del Estado en territorios olvidados.

Esto nos lleva a una pregunta incómoda: ¿qué hemos aprendido como sociedad? ¿Qué ha hecho el Estado para evitar que esta tragedia se repita? Las respuestas, hasta ahora, son insuficientes.

Los desafíos que plantea esta situación son enormes, pero no insuperables. El primero, y más urgente, es garantizar una reparación integral a las víctimas. No se trata solo de compensaciones económicas, sino de brindar acompañamiento psicosocial, acceso a educación y oportunidades reales de reinserción. Muchos de estos jóvenes, hoy adultos, no saben cómo vivir fuera de la guerra; necesitan herramientas para reconstruir sus vidas.

El segundo desafío es prevenir que más niños caigan en manos de grupos armados. Esto requiere una presencia real del Estado en las regiones más vulnerables, con políticas sociales que combatan la pobreza y la exclusión, y con una firmeza inquebrantable frente a los actores armados que siguen operando.

Por último, está el desafío de la memoria. Colombia no puede permitirse olvidar lo que ocurrió ni normalizar el reclutamiento de menores como un daño colateral de la guerra. Esto no fue un accidente; fue un crimen. Y, como tal, debe ser recordado para que nunca más se repita.

El reconocimiento de las FARC es un paso, pero solo uno de muchos. La verdad, por dolorosa que sea, es necesaria para sanar. Pero la verdad sin justicia, sin reparación y sin garantías de no repetición es solo una palabra vacía. Colombia tiene la obligación moral —y también histórica— de hacer más por estos niños, por estos jóvenes, por estas víctimas que llevarán consigo las cicatrices de la guerra por el resto de sus vidas.

El reclutamiento de menores no puede quedar impune, ni en los tribunales ni en la memoria colectiva. Porque, al final, lo que está en juego no es solo el pasado, sino el futuro de un país que no puede permitirse perder otra generación en la violencia.

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