Por: Juanita Tovar
Por más de una hora, las redes sociales en Colombia vivieron un estremecimiento colectivo: circulaba un supuesto comunicado, con membrete y firma del director de la Fundación Santa Fe, anunciando la muerte de Miguel Uribe Turbay. La noticia es falsa. La institución médica la desmintió con rapidez, aclarando que ese mensaje no era auténtico, que jamás había sido emitido por sus canales oficiales y que incluso provenía de una cuenta apócrifa. También el Centro Democrático, partido del senador, lo negó categóricamente. Aun así, el daño estaba hecho.
Que alguien fabrique y difunda una mentira de ese calibre no es solo un acto irresponsable. Es un acto cruel. No se trata de un error de información o de una ligereza propia del rumor digital: se trata de una decisión consciente de sembrar dolor y a la vez odio, en un momento de máxima vulnerabilidad. No solo para una familia que, desde hace diez días, vive pendiente del parte médico de un ser querido entre la vida y la muerte, sino también para una ciudadanía profundamente conmovida por un atentado que tocó fibras muy hondas del país.
El último comunicado oficial del hospital es claro: Miguel Uribe continúa en la UCI, con condición clínica de máxima gravedad y pronóstico reservado. El senador fue víctima de un ataque a bala el pasado 7 de junio en el occidente de Bogotá, y aunque inicialmente su recuperación parecía avanzar, el pasado lunes presentó un sangrado intracraneal que obligó a una nueva cirugía de urgencia. Desde entonces, su estado ha sido crítico. Su esposa, María Claudia Tarazona, ha pedido oraciones al país entero. Su familia, con entereza, ha sostenido la esperanza.
En ese contexto, fingir su muerte, crear un documento falso, manipular los logos de una institución médica y hacer circular esa información con la aparente intención de exacerbar la confusión, es un acto de profunda maldad. No solo hiere a quienes quieren a Miguel Uribe. No solo revictimiza a una familia. Socava la confianza en los canales institucionales, instrumentaliza el dolor y banaliza la muerte como herramienta política o viral.
En tiempos de redes sociales, la desinformación se disfraza de noticia y se multiplica a una velocidad aterradora. Pero detrás de cada “reenviado” hay una responsabilidad ética ineludible. Y en este caso, también una obligación moral: no todo vale. No todo se justifica. No todo es un juego de tendencias o un clic oportunista.
La verdad no siempre sana, pero la mentira, cuando se vuelve saña, puede matar dos veces. A Miguel Uribe, afortunadamente, no lo ha matado el odio. Pero a su alrededor ya se ha hecho evidente otra herida: la de una sociedad que debe aprender a poner límites. Y el primero es claro: con la muerte, no se juega. Por favor, seamos responsables con la información que difundimos; dejemos que sean los medios tradicionales y los canales institucionales los que comuniquen con la verdad. No enviemos por WhatsApp cuanta información llegue a nuestras manos; no seamos bobos útiles de algunos que buscan, a punta de fake news e inteligencia artificial, confundir y generar división y odio.








