Por: Gerardo Aldana García
El tiempo, a veces puede ser más lento que los magistrados, pero más certero en su veredicto. El campanario de esta semana no suena a misa de domingo, sino a un hito judicial que se desdobla, como un pergamino antiguo, sobre el tapete de la nación. La decisión de segunda instancia sobre el proceso del expresidente Álvaro Uribe, aunque dictada un día después de esta columna, ya arroja su sombra larga sobre el presente y modela el futuro: la fragmentación de nuestra Colombia en la ruta hacia el 2026. El color de las voces políticas de los dos hombres más contradictorios y conflictivos de los últimos años en Colombia, son tesituras que, ni ellos ni el mejor entrenador vocal, podrían modificar en su escala, aunque su auditorio, el país, sufra la cacofonía de sus tonos cuando producen la ya consuetudinaria anti-armonía que frustra el oído melódico del interés nacional. Vienen a mi memoria dos hombres que, antes de Cristo, en las legendarias Cartago y Roma, desde sus intereses y acciones, patrios o personales, llenaron de dolor los territorios, mientras fragmentaban el alma de miles de seres humanos: Aníbal Barca y Escipión, El Africano.
Esta contienda que se avizora, tanto para el Congreso como para el Solio de Bolívar, se perfila como un campo de batalla donde las trincheras no son de tierra, sino de almas. El país, polarizado hasta la médula, evoca las épicas luchas de la antigüedad, tal vez la eterna disputa entre Roma y Cartago. No es solo un duelo por el poder, sino por la narrativa, por la memoria histórica. Dos visiones, irreconciliables en su actual ímpetu, se miran sin reconocerse en el espejo común de la Patria: Petro y Uribe. En este contexto nacional, la justicia, cual espada que corta, parece afianzar su inefable papel de forjador tanto del vencedor como del vencido. Mañana martes 21 y los días y meses que siguen, permitirán a los colombianos mirar la gloria del vencedor, descubriendo, sin embargo, su grito efímero, teñido de soberbia y el fervor de las multitudes enardecidas. Será un triunfo de papel, una corona de laurel que el viento amenaza con llevarse. Y también, vivirán, como si fuese una herida que no sana, el dolor del vencido que, seguramente, será el tuétano más hondo de este drama.
Pienso en la figura del derrotado, sea cual fuere su bando, al retirarse del proscenio, sentirá la soledad de su palacio. Se verá convertido en preso sin esperanza, conminado a la insensibilidad de la celda de su exilio político; un limitado espacio con el desamparo como único amigo, que solo él y su círculo íntimo conocen. El eco de los vítores pasados se tornará en vacío murmullo. La lealtad podría volverse espectro. El derrotado será, al final, una estatua de sal bajo la lluvia fría de la historia.
Pero sobre el júbilo y el lamento individual, se cierne una sombra que no distingue camisetas ni colores: el sufrimiento de Colombia. La nación se desgarra en cada titular, en cada insulto arrojado en la plaza pública, en cada mesa donde el diálogo es remplazado por el dogma. El alma colectiva es la que sangra por el veneno de la división.
Pero, en este torbellino de pasiones y agravios, hay una roca inamovible, un ancla para la maltrecha nave de la democracia: nuestras Fuerzas Militares. Mientras la nación se debate en el fragor de la contienda política y judicial, ellas se mantienen en la neutralidad estoica. Su papel no es menor: son la garantía silenciosa de que la Constitución es más fuerte que cualquier caudillo o soñador mesiánico. Observan la marea con pecho lleno de amor patrio, como el centinela que no pregunta a quién defiende, solo que defiende el territorio y la ley. Su silencio y su acatamiento a la institucionalidad no son pasividad, sino el más alto acto de servicio democrático. Son el broncíneo escudo que nos permite, incluso en la peor de las tormentas, mirar la urna con la certeza de que el resultado será respetado.
En medio del desconcierto y la desesperanza que vive el país, acaso comparable con el mito de sophia en el hallazgo arqueológico de Nag Hammadi contenido el la obra Pistis Sophía, en donde ella se arrepiente y ora por ser escuchada por el dueño del Pleroma, a fin de que le acepte de nuevo en el paraíso, los colombianos podríamos escribir la última estrofa de este poema de radicalización y dolor, recurriendo a la gracia de saber morigerar sabiamente la decisión del voto.
Es por ello por lo que me dirijo a mis lectores, a ese colectivo elector que carga el peso del futuro, para rogarles una reflexión. El calendario nos empuja hacia el 2026, y cada día que pasa es un centímetro más de tela que se rasga. Moderemos el ímpetu. Abandonemos la furia fácil del titular y el rumor. La invitación no es a la tibieza, sino a la objetividad serena. Detrás del candidato, busquemos el estadista. Detrás del eslogan, la sustancia. Que cada voto no sea una explosión de rabia o un culto a una personalidad, sino el lento y meditado depósito de una esperanza, construido sobre el tamiz de la razón.
Que la cicatriz de este proceso judicial y la contienda electoral no nos encuentren ciegos, sino con los ojos abiertos, dispuestos a reconstruir el tejido social a partir del único hilo irrompible: la creencia en que, al final, la Patria es un poema que escribimos, juntos, con tinta de futuro.








