Por Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas
ramirogupl1986@gmail.com
Revisar las redes sociales hoy en día es casi un ejercicio de frustración. Resulta imposible no notar que la calidad de los contenidos se ha deteriorado, como si los portales de comunicación hubieran olvidado su razón de ser, informar. En lugar de priorizar la veracidad y la profundidad, parecen obsesionados con generar interacciones, aunque estas estén construidas sobre polémicas artificiales o titulares engañosos. Es común encontrarse con frases llamativas que invitan a hacer click, pero que al abrir la noticia conducen a información superficial, incompleta y, en ocasiones, incluso distante de lo que prometía el encabezado.
El fenómeno se agrava con la proliferación de noticias falsas. Estas no solo desinforman, sino que buscan sembrar división y odio entre las personas. Y aunque el odio es tóxico, tiene un efecto indiscutible, retiene. Los algoritmos de casi todas las plataformas están entrenados para amplificar lo que genera interacción, y la experiencia ha demostrado que lo que más atrapa no es lo que nos gusta, sino aquello que nos molesta. Lo que enoja, irrita o indigna se convierte en combustible perfecto para mantenernos enganchados.
En esta lógica perversa, mientras más extremo seas, mayor será tu visibilidad. Y lo preocupante es que todo esto se disfraza de libertad de expresión. Criticar estos mecanismos parece, paradójicamente, un llamado a la censura, cuando en realidad se trata de denunciar un modelo de negocio que convierte a las redes en un campo de batalla digital. La polarización no es un accidente ni un efecto colateral, es una estrategia deliberada. Se trata de ingeniería emocional al servicio de la retención. Si algo te indigna, te quedas; si te enfurece, lo compartes; si te hierve la sangre, vuelves por más. Para las plataformas, eso es lo único que importa.
Lo paradójico es que muchos seguimos cayendo en este juego. Nos vendieron la idea de que las redes sociales nos harían estar mejor informados y más conectados, pero la realidad es que ocurre lo contrario. Sin darnos cuenta, estamos siendo manipulados para pensar y actuar de formas que favorecen únicamente a quienes controlan el sistema. Y lo más grave es que aceptamos esa manipulación disfrazada de entretenimiento o de ejercicio democrático.
Por eso, es urgente despertar. No se trata de abandonar por completo las redes, sino de usarlas con responsabilidad. Verificar la información, cuestionar los mensajes y, sobre todo, recuperar la capacidad de pensar por cuenta propia. No podemos permitir que otros nos dicten qué creer o cómo reaccionar. La tarea también pasa por educar a nuestros hijos en un uso consciente y crítico de estas plataformas, para que no se conviertan en esclavos de un algoritmo que solo busca su atención.
Al final, la verdadera libertad digital no consiste en tener más seguidores ni en pasar horas conectado, sino en ejercer el derecho a decidir qué consumir, qué creer y qué compartir. Si no tomamos conciencia, el algoritmo seguirá decidiendo por nosotros. Y la pregunta que deberíamos hacernos es: ¿queremos ser usuarios libres o simples títeres de una pantalla?








