Colombia enfrenta, una vez más, el fantasma de la violencia política a las puertas de unas elecciones. El asesinato de Miguel Uribe Turbay y el atentado contra el representante Julio César Triana en Huila no son hechos aislados: son síntomas de un país donde la política se libra no solo en las urnas, sino en medio del fuego cruzado de grupos armados, amenazas y atentados.
A siete meses de los comicios de Congreso, la Misión de Observación Electoral ha documentado 106 agresiones contra liderazgos políticos en 2025. Once asesinatos, diecisiete atentados, decenas de amenazas y municipios enteros sometidos a la intimidación de actores armados dibujan un panorama sombrío para la democracia. En total, 397 localidades permanecen bajo alerta por riesgos electorales. En muchas de ellas, el voto libre no es más que una quimera.
La violencia no distingue ideologías ni partidos: conservadores, liberales, radicales, sectores alternativos, todos están en la mira. Desde concejales y alcaldes hasta congresistas en ejercicio han sido blanco de ataques. Lo que está en juego no es solo la seguridad de los candidatos, sino la esencia misma del sistema democrático: la posibilidad de que los ciudadanos decidan sin presiones quién los gobierna.
El caso de Cambio Radical, con Triana y otros dirigentes bajo amenaza, refleja la gravedad de la crisis. El Partido Conservador tampoco escapa: sus líderes acumulan solicitudes de protección, y el recuerdo de concejales y aspirantes asesinados sigue fresco. Incluso figuras nacionales como Paloma Valencia, Gustavo Bolívar o Vicky Dávila han tenido que suspender actividades o reforzar esquemas de seguridad. ¿Cómo hablar de elecciones libres cuando los candidatos deben preguntarse primero si lograrán llegar vivos a marzo de 2026?
El mapa de riesgo elaborado por la Registraduría y la Policía es necesario, pero no suficiente. La fragilidad institucional de la Unidad Nacional de Protección, sumada a las limitaciones logísticas de las Fuerzas Armadas, plantea una duda de fondo: ¿está el Estado en condiciones reales de garantizar la vida de quienes participan en política? Y más aún, ¿puede asegurar que los ciudadanos voten sin constreñimiento?
El Huila se ha convertido en un epicentro de esta encrucijada. El atentado contra Triana evidenció cómo la presencia de disidencias de las Farc y otros grupos armados convierte al departamento en un corredor estratégico donde la política se ejerce bajo amenaza. Lo mismo ocurre en el norte del Cauca, en el sur del Valle, en el Magdalena Medio o en el Guayabero, territorios donde la disputa armada y la fragilidad del Estado limitan la democracia desde sus cimientos.
La respuesta del Gobierno ha sido anunciar refuerzos militares y policiales, pero los candidatos siguen desprotegidos y la ciudadanía teme. No basta con diagnósticos, cifras ni mapas de riesgo. Se requiere acción inmediata, coordinación entre todas las instituciones y voluntad política real para enfrentar a quienes pretenden condicionar con violencia el rumbo electoral del país.
Lo que está en riesgo trasciende partidos y nombres propios. La pregunta de fondo es si Colombia será capaz de celebrar elecciones libres en 2026 o si, por el contrario, seguirá atrapada en la vieja paradoja de tener democracia formal sin garantías materiales para ejercerla.
Aún hay tiempo para corregir el rumbo. Pero cada asesinato, cada amenaza, cada candidato silenciado acerca más al país al abismo de la deslegitimación democrática. Porque sin seguridad, no hay política. Y sin política, no hay democracia.







