Pedro Javier Jiménez
Gustavo Francisco Petro Orrego, un filósofo de tienda, lector furibundo de las historias cósmicas más inverosímiles, ha demostrado con su grandilocuencia el lamentable estado de la política en educación en nuestro país. No puede ser posible que los colombianos, sin importar su grupo social, no perciban cómo el país se desmorona como un castillo de naipes.
Lleva más de tres años destruyendo las bases sólidas de una Nación y de un Estado. Desde la Nación, porque —amparado en un discurso válido y necesario sobre la inclusión— ha levantado un muro más alto que la muralla china, uno que hoy nos divide, que nos enfrenta desde nuestras diferencias. Solo falta que la confrontación regrese a las calles, como ya ocurrió en 2022, cuando la llamada “primera línea” se enfrentó violentamente a la sociedad civil, para que su proyecto autoritario termine de consolidarse mediante el abuso del poder. Todo esto, bajo el ropaje de una legitimidad constitucional que Petro ha intentado desmontar desde su primer día en la Casa de Nariño.
Desde el Estado, su estrategia ha sido clara: deslegitimar las instituciones ante una sociedad fracturada, para así imponer una estructura paralela, simbólica, clientelista y caótica. Ejemplos sobran, pero uno de ellos es el Ministerio de la Igualdad, una oda al derroche, a la improvisación y a la ineficiencia. Mientras tanto, el país se dirige peligrosamente a encender la imprenta de billetes. El DANE proclama crecimiento, pero en la caja de la DIAN se siente la recesión. La regla fiscal está a punto de violarse, y el Gobierno parece más preocupado por construir narrativa que por enfrentar la realidad económica.
Los programas sociales de vivienda, empleo, salud, niñez y adulto mayor han desaparecido bajo el supuesto gobierno “progresista”. Se habla todos los días de derechos, pero no se garantiza ninguno. No hay derecho a la vida en un país donde más de 750 municipios están bajo amenaza de grupos armados ilegales. No hay justicia cuando los líderes sociales siguen siendo asesinados. No hay democracia cuando la violencia política tiene entre la vida y la muerte al joven senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay.
El cambio de tono de las últimas veinticuatro horas para desescalar la violencia verbal impuesta desde el Gobierno no se baja solo con la buena voluntad de quien históricamente nunca lo ha hecho; también debería ser un compromiso de ese batallón de incendiarios de redes sociales que hacen parte de la nómina del Gobierno, y que con los micrófonos de RTVC se convierten en otra mecha encendida para el país.
Aun así, con dificultad sigo confiando y sueño con que esto termine. Que una nueva posibilidad sea luz en Colombia, en unas elecciones libres de violencia y libres de estafas. Pero también sé que el ciclo de violencia venidero cobrará más vidas colombianas. Porque esos 750 municipios no se recuperan pidiendo favores a los maleantes; se recuperan con autoridad. Esa autoridad que hoy no existe por culpa de un hombre llamado Gustavo Francisco Petro Orrego. El último Aureliano: aferrado a una utopía que nunca supo transformar en realidad.








