Por: Carlos Tobar
Llevo quince días de frenético seguimiento al acto político más importante de nuestras vidas: el colapso inminente de la hegemonía estadounidense. Han sido días y noches, recibiendo y procesando información sobre la forma que está tomando la crisis de una sociedad que parecía imbatible.
Nunca pensé -creo que a nadie se le ocurrió- que cogería el camino de una lesión autoinfligida. Que los EE. UU. elegiría un presidente que decidiera voluntariamente renunciar a las ventajas construidas en décadas de esfuerzos que, llevaron a ese país a ser la primera potencia económica, militar, política, cultural, ideológica del mundo.
Porque eso es lo que está haciendo Donald Trump. Está echando por la borda todas las ventajas, empezando por la exorbitante de emitir la moneda mundial. Que digamos de manera coloquial les permite comprar con títulos valores (dólares, bonos, préstamos, etc.) los bienes y servicios que producen las economías del resto del planeta.
El análisis del trumpismo para tomar este camino es de un simplismo que asombra.
La globalización del capital financiero que ha dominado el escenario mundial desde mediados de la década de los 80 del siglo pasado tiene como eje el negocio de las finanzas. Se dio un viraje radical que fue llevando a un segundo plano los negocios de la economía real: industria, agricultura, servicios (Main Street), para darle preeminencia a los negocios financieros: acciones, bonos, créditos, derivados (Wall Street).
Construyeron una pirámide financiera de un tamaño tal que hoy se calcula que del total de los negocios que se realizan diariamente, el 97% son de capital financiero y, solo un 3% pertenecen al sector real de la economía.
Se hizo sobre la base de crear riqueza en el sector real aplicando los principios de eficiencia económica orientada a rentar ganancias extraordinarias al capital financiero mundial que, controla la mayor parte del entramado productivo. No hay sector de la economía que, de una u otra manera, no rente a ese capital financiero parasitario.
La transformación de los sectores productivos de todos los países se orientó a la deslocalización de la producción. Se trasladaron las instalaciones fabriles de los países ricos a distintas regiones de la periferia donde los salarios de los trabajadores eran más bajos, los impuestos eran menores, las normas ambientales menos rígidas, etc., todo buscando incrementar las ganancias de los accionistas, según las palabras de Milton Friedman.
Lo lograron.
El costo mayor lo pagaría la clase obrera de los países ricos. Especialmente la estadounidense. En ese país el desmantelamiento del sector productivo manufacturero fue épico: minas, fábricas, ferrocarriles…, con la excepción de algunas áreas del sector de servicios, particularmente digitales.
La insatisfacción de millones de trabajadores norteamericanos fue in crescendo. Vieron desaparecer trabajos, disminuir las remuneraciones, perder garantías sociales y nivel de vida. La rebelión se fue larvando hasta que el trumpismo, de manera audaz, levantó esas banderas de la clase trabajadora y les prometió desde su primer gobierno que cambiaría esas condiciones ominosas.
No lo pudo hacer. Pero eso es lo que pretende ahora.
La apuesta es descomunal, la contradicción gigantesca. Tiene que jugar contra Wall Street a favor de Main Street. Volver a la América Grande (Make America Great Again) pasa por destruir en buena medida el poder fundamental del capital financiero.
La forma que han escogido es romper a sombrerazos el complejo sistema comercial mundial, para ver de traer nuevamente a los EE. UU. la producción manufacturera. Pero hacerlo puede poner en peligro el complejísimo sistema financiero basado en el endeudamiento perpetuo basado en el dólar de la economía estadounidense. Eso es lo que estamos viendo en estos días. Cómo lo resuelvan es su problema.
Sobre todo, cuando las medidas arancelarias absurdas han dinamitado la confianza del resto del mundo hacia el gobierno de Trump.
Mientras eso sucedía en los Estados Unidos los países asiáticos se concentraron en desarrollar la producción. Primero Japón, luego Corea, los tigres asiáticos, China, la India. Paralelamente, Europa se recuperaba de los estragos de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría y, muchos pueblos del tercer mundo en África y América Latina se propusieron enrumbarse por el camino del desarrollo económico autónomo.
El desarrollo de China ha sido asombroso. Ha mostrado el camino.
La pandemia, un suceso inesperado que dislocó la vida de la sociedad toda, desnudó la ficción de la riqueza del capital financiero. El mundo real: la industria manufacturera, la agricultura y la agroindustria, los servicios de todo tipo, son el sustento de las sociedades.
La crisis se hizo evidente.
Para países como el nuestro, que desde que nacimos al capitalismo hemos estado bajo la esfera de influencia de los gobiernos de EE. UU., es la primera oportunidad de tener un objetivo independiente como nación. Proponernos nuestros propios objetivos, en las áreas más avanzadas de la producción industrial, agropecuaria, de servicios.
Entender que proteger es un derecho de todo país. Todo lo que signifique la protección del trabajo y la producción nacional, de las empresas y de los puestos de trabajo es válido. Es una aspiración legítima de todo pueblo el garantizar el bienestar de sus conciudadanos protegiendo en primera instancia el mercado interno: primero lo colombiano, segundo lo colombiano, tercero lo colombiano…, todo lo demás, las relaciones con otros países del mundo deben encajar en las aspiraciones nacionales de prosperidad, soberanía e independencia.
El reto que tenemos es vital. Nos jugamos nuestro futuro.
Creo que no debemos temerle a nada. Porque como dice la expresión popular “la ocasión la pintan calva”. La oportunidad está ahí: hay que tomarla.








