Por: Felipe Rodríguez Espinel
Colombia acaba de cruzar una línea roja en su historia fiscal moderna. La decisión del gobierno Petro de suspender la regla fiscal por tres años representa mucho más que una medida técnica de política económica, es un quiebre institucional que compromete seriamente el futuro financiero del país.
Durante catorce años, la regla fiscal ha funcionado como el ancla de credibilidad de las finanzas públicas colombianas. Su suspensión por tres años supera incluso los dos años de la pandemia, cuando existía una justificación global indiscutible. Hoy, sin una crisis externa evidente, el gobierno ha optado por eliminar el único mecanismo que limitaba el gasto público descontrolado.
El déficit fiscal saltó del 5.6% proyectado al 6.8% del PIB en 2024, y las proyecciones para 2025 superan el 7%. La deuda neta ya alcanzó el 60% del PIB, rompiendo el ancla de sostenibilidad del 55%. Estos números no reflejan eventos extraordinarios, sino la incapacidad del gobierno para equilibrar sus cuentas en tiempos normales. Moody’s, la única calificadora que mantiene a Colombia en grado de inversión, calificó la decisión como negativa y confirmó que está considerando una rebaja. La pérdida total del grado de inversión no es ya una posibilidad remota, sino un escenario cada vez más probable.
El costo de esta decisión se traduce en pesos y centavos para todos los colombianos. El encarecimiento del financiamiento público significa que cada peso que el Estado pida prestado costará más, reduciendo los recursos disponibles para inversión social, infraestructura y programas que realmente impactan la calidad de vida de las personas. El gobierno justifica la suspensión argumentando que el 86% del gasto es inflexible y que heredó problemas del gobierno anterior. Sin embargo, esta narrativa ignora una realidad fundamental, las decisiones de gasto de los últimos tres años han agravado significativamente el problema fiscal.
Quienes más sufrirán las consecuencias de esta decisión no están en las salas de juntas de los bancos de inversión, sino en los hogares colombianos que verán encarecerse el crédito, depreciarse su moneda y reducirse las oportunidades de empleo formal. La pérdida de confianza internacional se traduce en menor inversión extranjera, menos generación de empleo y menor crecimiento económico. Además, las futuras generaciones cargarán con una deuda que hoy representa el costo de mantener un gasto público insostenible. Es éticamente cuestionable hipotecar el futuro de nuestros hijos para evitar tomar decisiones difíciles en el presente.
Sin un plan creíble de retorno a la sostenibilidad fiscal, Colombia enfrenta el riesgo de entrar en una espiral de deterioro crediticio que podría requerir décadas para revertir. La suspensión de la regla fiscal no resuelve los problemas estructurales del país; simplemente los posterga y los agrava. La sostenibilidad fiscal no es un capricho de los mercados, sino una condición indispensable para garantizar el bienestar de las generaciones presentes y futuras.
El verdadero liderazgo político se demuestra tomando decisiones difíciles cuando son necesarias, no eliminando las reglas cuando se vuelven incómodas.








