Por: Oscar Eduardo Trujillo Cuenca
En un país como el nuestro, donde muchas veces la política se vive con desconfianza y los liderazgos se miden más por su capacidad de prometer que de cumplir, urge una transformación silenciosa pero profunda, la del liderazgo empático. Ese que escucha antes de hablar, que conecta antes de imponer, que entiende que gobernar no es exhibir poder, sino generar bienestar.
Gobernar con empatía no es una idea blanda, ni un recurso emocional; es una estrategia real, efectiva y profundamente humana, es mirar a los ojos a la gente y comprender que detrás de cada necesidad hay una historia, que cada decisión pública tiene rostro, que las cifras importan, pero las personas aún más.
En contextos locales como el Huila, donde las comunidades rurales, los jóvenes, las mujeres, los emprendedores y los líderes sociales esperan soluciones reales, no hay mayor acto de liderazgo que estar presente; no para figurar, sino para entender, acompañar y actuar desde el territorio, no desde el escritorio.
La empatía en el liderazgo político no significa renunciar a la firmeza ni a la toma de decisiones difíciles, significa tomarlas con conciencia de sus impactos, reconociendo que gobernar no es administrar recursos, sino cuidar lo común, lo que es de todos; es transformar desde el respeto y no desde el ego.
Hoy, muchas personas están cansadas de líderes que solo aparecen en campaña, que hablan de la gente, pero no con la gente, que diseñan políticas sin pisar una vereda, frente a eso, se impone una nueva manera de hacer política; la de los líderes que construyen confianza, que abren espacios de participación reales, que entienden que la escucha es parte de la solución.
En este camino, el liderazgo empático debe ser también participativo, pedagógico, colaborativo y cercano, porque las mejores ideas muchas veces no están en los salones de juntas, sino en las cocinas, en los cafetales, en los barrios populares y un verdadero líder sabe reconocer y ampliar esas voces.
No se trata de idealizar la política, sino de recordarla en su sentido más esencial, el de servir. El poder no es un fin, es un medio para transformar y si esa transformación no pasa por la dignidad humana, por la inclusión y por el respeto profundo al otro, no es poder, es ruido.
Hoy más que nunca, la gente no está pidiendo milagros, está pidiendo presencia, está pidiendo coherencia, está pidiendo que volvamos a lo esencial; gobernar con humanidad, decidir con sentido, y liderar desde el corazón, sin perder la visión.
El gran reto de nuestro tiempo no es solo construir obras, sino reconstruir confianzas. Y eso solo se logra desde la empatía, desde la humildad, desde la cercanía.








