Diario del Huila

Festividades sin sonidos, sin luces, sin movimiento fiesta para el alma

Jun 30, 2025

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Por: Gerardo Aldana García

El festival no fue solo para los ciudadanos de cinco sentidos; lo fue también para quienes el destino ha privado de mirar, oír o moverse, físicamente. Mientras ríos de gente cubrían las calles de la capital huilense, ataviados con sombreros de pindo; algunos con Suaceño, rabo de gallo y poncho, otros colombianos asistían a un sanpedrito para personas en situación de discapacidad; allí, en ese espacio neutral en el que convergen todos los pensamientos del individuo diverso: la Biblioteca Departamental Olegario Rivera.

Me senté en una de las mesas dispuestas, con todo juicio y fe, por el coordinador del espacio público, el escritor, pintor y poeta Miguel Darío Polanía. Desde allí, a escasos metros del rectángulo que llenaba su área y ángulos con hombres, mujeres y niños, se percibía un ambiente de alegría acompañado por música, a veces folclórica, otras por baladas o música tropical. Mientras una niña de cerca de 14 años, apropiada del micrófono, escapaba una voz soprano de la que emergía un canto afinado y dulce. Su mirada, sin embargo, estaba siempre dirigida a un mismo punto. Ella se veía linda y tierna, y desde la oscuridad que a sus ojos cubría, parecía verlo todo, descubrirlo todo; para ella que vivía con emoción manifiesta su puesta en escena, trasmitía luz hecha sonido, hecha música, alegrando a todos.

En el centro del auditorio una de las terapeutas bailaba con un enhiesto hombre de al menos 1.85 de alto y alrededor de 40 años. Era un parejo esbelto que cubría su cabeza con un sombrero de pindo. De rostro varonil, asía a su pareja por la cintura con propiedad masculina al bailar. Me percaté de cómo se dejaba llevar por el movimiento de ella; era como si hubiese resuelto ser uno con ella. Desde mi condición de espectador quise meterme en su mente, en su corazón, en su anatomía; al hacerlo, perdí mi oído. Me sentí como en una especie de burbuja de silencio absoluto; entonces, él permitió que yo sintiera el ritmo que la pareja nos inspiraba a los dos. Me salí de la intimidad de su universo y volví a observarlo. Me sorprendí de la precisión de sus pasos junto a los de ella.

De repente, por un breve momento el escenario de fiesta se calló. Todos miraron hacia donde estaba doña Lizbina. Sentada, lucía a un lado de su cabeza de hilos respetablemente encanecidos, un tocado de flores de orquídea tejidos en fibra de plátano por artesanas de El Estrecho de San Agustín. Y en breve, se hizo dueña de todo en el lugar, incluyendo los sentidos visibles y los que no. Un rajaleña improvisado que de repente fluía de su voz era acompañado por un tambor que ella misma tocaba, mientras un joven, cuyos ojos seguían quietos hacia un solo punto, le acompañaba con su guitarra en una tonada que pareció fuese de Fortalecillas; o tal vez de Peñas Blancas. Doña Lizbina se veía tan feliz, allí desde la silla de ruedas que por momentos se movía, como queriendo bailar, la doña estaba vibrante y hacía vibrar su entorno.

Me ha gustado mucho vivir esta experiencia junto a nuestros hermanos y paisanos, unidos en un espacio que nos hace pueblo, en medio de la fiesta sampedrina que es de todos y para todos.

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