Por Ramiro Andrés Gutiérrez Plazas
Ramirogupl1986@gmail.com
Lo ocurrido el pasado 13 de julio en la localidad de Suba, en Bogotá, durante una fiesta privada en un conjunto residencial, refleja una realidad que no podemos seguir ignorando. Una mujer, en evidente estado de embriaguez, disparó al aire, una acción tan peligrosa como absurda. Aunque muchos lo quieran minimizar como un momento de “malos tragos”, este tipo de hechos revela algo mucho más profundo, seguimos siendo una sociedad marcada por la violencia, influenciada por una cultura donde portar un arma parece sinónimo de poder o respeto.
El problema no es solo la acción en sí, sino lo que ésta simboliza: la necesidad de demostrar que “somos de armas tomar”. Una especie de lenguaje no verbal que esconde un miedo aún más grande, el de vivir en un país donde la violencia es el método común para resolver conflictos, porque tristemente no hemos aprendido a hacerlo de forma pacífica. Entonces, ¿es pertinente legalizar el porte de armas en Colombia?
Las cifras nos obligan a pensar con cabeza fría. En 2021, cerca de 580.000 personas murieron por hechos violentos a nivel mundial, y el 45% de esas muertes (260.000) fueron causadas por armas de fuego. En América, el panorama es aún más alarmante: el 75% de los homicidios se cometen con este tipo de armamento. América del Norte lidera con un 81%, seguida por América del Sur (71%) y Centroamérica (68%). Europa, en contraste, apenas alcanza el 13%.
Colombia tampoco escapa de esta realidad. Entre enero y febrero de 2024, el 61% de los homicidios en el país se cometieron con armas de fuego, a pesar de las restricciones vigentes impuestas por el Decreto 2362 de 2018 y su prórroga, el Decreto 2267 de 2023. Estas cifras reflejan una verdad incómoda: aunque existe regulación, la circulación ilegal de armas y su uso en actos violentos siguen siendo una constante.
Entonces, ¿cuál es la raíz del problema? Más allá de la legislación, lo que realmente hace falta es educación. No hemos aprendido a resolver nuestras diferencias desde el diálogo. Nos acostumbramos a vivir a la defensiva, alimentados por medios de comunicación que nos hacen sentir que estamos en guerra, lo que nos lleva a creer que tener un arma es una necesidad legítima para protegernos.
A eso se suma el desprestigio del sistema judicial. La burocracia, la lentitud de los procesos, la impunidad, generan una sensación de abandono, una desesperanza que empuja a muchos a pensar que tomar la justicia por mano propia es la única salida.
No les voy a mentir, en más de una ocasión, también he pensado que tener un arma podría ser necesario. Pero hay que decirlo, en un país como el nuestro, portar un arma puede ser más peligroso que no tenerla. No se trata solo del riesgo físico, sino del deterioro social que implica una sociedad armada, desconfiada y temerosa.
Lo que necesitamos con urgencia no es más armamento, sino más educación, más conciencia y más responsabilidad colectiva. Portar un arma no puede convertirse en una solución improvisada ante el fracaso de un sistema. Es hora de entender que la verdadera seguridad se construye desde la cultura de paz, no dando bala.








