Por: Felipe Rodríguez Espinel
El discurso del presidente Gustavo Petro en la instalación del Congreso será recordado no tanto por lo que dijo, sino por cómo lo dijo y, especialmente, por cómo terminó. En sus 2 horas y 20 minutos de intervención, el mandatario intentó construir una narrativa de legado que, aunque tuvo algunos aciertos comunicativos, reveló las profundas fisuras de su proyecto político y su deteriorada relación con las instituciones.
El principal acierto de Petro fue el cambio de tono. Por primera vez en mucho tiempo, abandonó la paranoia golpista y la victimización que han caracterizado sus apariciones públicas. En su lugar, optó por una estrategia más madura, presentar un balance de gestión centrado en cifras y logros concretos. Esta aproximación, aunque tardía, era necesaria para un presidente que inicia su último año de mandato.
Políticamente inteligente fue su reconocimiento de que no logró la paz total y su disculpa pública por los escándalos de la UNGRD. Estos momentos de humildad política, escasos en su repertorio, mostraron a un presidente más maduro y consciente de sus responsabilidades. En un contexto de alta polarización, estos reconocimientos podrían haber generado empatía y credibilidad.
Sin embargo, el desacierto más llamativo, fue construir su discurso sobre un terreno pantanoso, cifras controvertidas y, en algunos casos, directamente refutables. Su claim de haber entregado 600 mil hectáreas al campesinado contrasta con las cifras oficiales de la ANT que hablan de 135 mil hectáreas. Esta inconsistencia no solo socava su credibilidad, sino que alimenta la percepción de que vive en una realidad paralela.
Paradójicamente, fueron las réplicas de la oposición las que más impacto generaron. Lina María Garrido logró en 15 minutos lo que muchos críticos no han conseguido en tres años: hacer que Petro abandonara el recinto. Su frase huele a azufre no solo fue una referencia cultural efectiva, sino que sintetizó el hartazgo de un sector importante del país.
La decisión de Petro de retirarse antes de escuchar todas las réplicas constituye quizás la imagen más poderosa de la jornada. No solo evidenció su incomodidad con la crítica, sino que reforzó la percepción de un presidente que no tolera el contradictorio. En una democracia, quedarse a escuchar a la oposición no es cortesía, es obligación institucional.
Consideraría que este discurso fue una oportunidad perdida. Tenía todos los elementos para ser un punto de inflexión, un presidente más maduro, reconocimientos de errores, y una audiencia nacional expectante. Sin embargo, la combinación de cifras controvertidas, desconexión con la realidad social y, especialmente, su salida prematura del recinto, convirtió lo que pudo ser su mejor momento en otro episodio que alimenta la narrativa de un gobierno en crisis.
La política, como el arte, se mide no solo por las intenciones sino por los resultados. Y el resultado del 20 de julio fue claro: un presidente que perdió la narrativa ante una oposición más efectiva, más conectada con el sentir ciudadano y, paradójicamente, más estadista en sus formas.








