Por: Felipe Rodríguez Espinel
La madrugada del 11 de agosto de 2025 marcó un punto de inflexión en la historia contemporánea de Colombia. Con la muerte de Miguel Uribe Turbay, el país no solo perdió a un joven líder político prometedor, sino que vio resurgir los fantasmas de una época que muchos creíamos superada. Su fallecimiento, tras 65 días de lucha por la vida después del cobarde atentado del 7 de junio, nos confronta con una realidad aterradora, la violencia política en Colombia no es un capítulo cerrado de nuestra historia, sino una herida que permanece abierta y sangrante.
Esta muerte nos transporta inevitablemente a los años más oscuros de nuestra historia reciente, cuando la democracia colombiana era constantemente amenazada por las balas. Los nombres de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro Leongómez y Álvaro Gómez Hurtado resuenan como un eco siniestro en nuestra memoria colectiva. Todos ellos, candidatos presidenciales o líderes políticos de primer orden, fueron silenciados por la violencia en una época en que la política se convirtió en una actividad de alto riesgo mortal. Creíamos que esos tiempos habían quedado atrás, que la construcción de la paz y el fortalecimiento de las instituciones democráticas habían logrado erradicar esta práctica abominable. La muerte de Miguel Uribe nos demuestra, con dolorosa claridad, que estábamos equivocados.
El asesinato de un precandidato presidencial en pleno ejercicio de sus derechos políticos representa mucho más que la pérdida de una vida valiosa; constituye un ataque directo al corazón de nuestra democracia. Cuando se silencia a un líder político a través de la violencia, no solo se elimina una voz en el debate público, sino que se envía un mensaje aterrador a toda la sociedad, pues este crimen no puede ser visto como un hecho aislado o como el resultado de la acción de unos cuantos criminales desadaptados. Esto sugiere que nos enfrentamos a un fenómeno más complejo y preocupante, la instrumentalización de la violencia como herramienta política.
Colombia ha demostrado a lo largo de su historia una capacidad extraordinaria de resistencia y superación. Hemos sobrevivido a épocas aún más oscuras y hemos logrado construir instituciones democráticas sólidas a pesar de las adversidades. Este trágico episodio no debe marcarnos el retorno definitivo a los años de plomo, sino el momento en que como sociedad decidimos decir ¡Basta! a la violencia política de manera definitiva e irrevocable. Este sacrificio no puede ser en vano; debe convertirse en el catalizador de una nueva determinación nacional de construir un país en paz, donde la política se ejerza con las armas de la palabra y el debate, no con las armas del crimen y la muerte.
El futuro de nuestra democracia depende de las decisiones que tomemos en este momento crucial. Escojamos la vida sobre la muerte, la palabra sobre la bala, la esperanza sobre el miedo. Colombia se lo merece, Miguel se lo merece, y las futuras generaciones se lo merecen.








