Por: Felipe Rodríguez Espinel
La revocación de la visa estadounidense al presidente Petro no es un evento aislado ni una mera anécdota diplomática. Es, en cambio, la consecuencia predecible de una forma de gobernar que privilegia la confrontación ideológica sobre el pragmatismo necesario para defender los intereses nacionales. Y lo más preocupante es que los costos de esta estrategia no los pagará el mandatario, sino millones de colombianos cuyos empleos, ingresos y oportunidades dependen de una relación estable con nuestro principal socio comercial.
Conviene recordar que esta no es la primera ni la segunda crisis diplomática con Estados Unidos durante este gobierno. En enero de este año, el país estuvo al borde de una guerra comercial por la negativa presidencial a recibir aviones con deportados. En septiembre, Colombia fue descertificada en la lucha contra las drogas. Ahora, el presidente pierde su visa por llamar públicamente a soldados estadounidenses a desobedecer a su comandante en jefe. Hay un patrón recurrente en estos episodios: decisiones tomadas sin evaluar sus consecuencias, declaraciones incendiarias que buscan réditos políticos internos, y una gestión de las relaciones exteriores que parece diseñada más para los titulares de prensa que para el bienestar del país. Cuando un jefe de Estado decide hacer activismo callejero en Nueva York en lugar de ejercer la diplomacia presidencial, está enviando un mensaje claro sobre sus prioridades.
Estas confrontaciones buscan un rédito electoral de cara a 2026. La estrategia es transparente, construir una narrativa de victimización, presentarse como el líder valiente que enfrenta al imperialismo, y movilizar a las bases con un discurso antiyanqui que tiene resonancia en ciertos sectores. Pero esta es una apuesta riesgosa que hipoteca el futuro del país por beneficios políticos de corto plazo. Porque cuando termine este gobierno, Colombia seguirá necesitando a Estados Unidos como socio comercial, como fuente de inversión, como destino de millones de colombianos, y como aliado en temas de seguridad regional.
No se trata de pedir genuflexión ante ninguna potencia extranjera. Colombia puede y debe mantener una política exterior independiente, defender sus principios en foros internacionales, y tomar decisiones soberanas sobre su futuro. Pero existe una forma responsable de hacer todo eso sin quemar puentes, sin generar crisis innecesarias, y sin poner en riesgo el bienestar de millones de compatriotas. Petro tiene derecho a no preocuparse por su visa personal. Tiene ciudadanía europea, recursos para viajar libremente, y la posibilidad de construir una carrera internacional después de su mandato. Pero millones de colombianos no tienen ese privilegio. Ellos necesitan que su presidente gobierne con responsabilidad, que proteja las relaciones que sustentan sus empleos, y que anteponga el interés nacional sobre las tentaciones del protagonismo internacional.
La pregunta que cada colombiano debe hacerse es simple pero fundamental: ¿puede nuestro país permitirse cuatro años más de una diplomacia que parece diseñada para generar titulares, no para generar desarrollo? La respuesta a esa pregunta determinará no solo el futuro inmediato de nuestras relaciones con Estados Unidos, sino la clase de país que queremos ser en el escenario internacional.








