Por: Ramiro Andrés Gutiérrez
Hace unos días alguien me dijo una frase que me dejó pensando, “Estamos tan ocupados sosteniendo todo, que nos olvidamos de sostenernos a nosotros mismos.”
La escuché y sentí que tenía mucho sentido. Vivimos en una época donde pareciera que sostenerlo todo, el trabajo, la familia, la imagen, las relaciones, es casi una obligación. Sin embargo, pocos nos detenemos a pensar en lo que implica sostenerse a uno mismo.
Desde pequeños nos enseñaron que debíamos darlo todo por los demás. Ser buenos hijos, buenos amigos, buenos padres, buenos compañeros. Nos criaron con la idea de que pensar en nosotros mismos era sinónimo de egoísmo, y que servir al otro era la máxima expresión de la bondad. Pero en ese afán por responder a lo que se espera de nosotros, terminamos poniéndonos al final de la lista. Nos olvidamos de escucharnos, de cuidarnos, de reconocer que también necesitamos descansar, detenernos, sanar.
No está mal servir, amar o acompañar. Lo que está mal es hacerlo desde el agotamiento o la carencia. Porque solo podemos dar lo que tenemos dentro. Y si estamos rotos, vacíos o confundidos, lo que entregamos inevitablemente llevará algo de eso. Cuidarse no es egoísmo, es responsabilidad. Es entender que el bienestar personal también es una forma de amor hacia los demás, porque solo quien está en equilibrio puede ofrecer algo genuino.
Nos cuesta aceptar que no estamos obligados a dar. Que no tenemos compromisos eternos con nadie, así como nadie los tiene con nosotros. Ni los padres con los hijos, ni los hijos con los padres, ni las parejas entre sí. Puede sonar descabellado, incluso duro, pero comprenderlo nos libera. Nos permite agradecer los pequeños gestos, valorar las atenciones y los detalles sin darlos por sentado. Cuando dejamos de asumir que los demás nos deben algo, empezamos a disfrutar lo que llega como un regalo y no como una deuda.
El problema es que nos llenamos de expectativas. Esperamos demasiado de todo, de las personas, de los trabajos, de las experiencias. Y cuando la realidad no encaja con nuestras expectativas, llega la desilusión. Perdemos la capacidad de asombro, esa que nos permitía disfrutar de lo simple. Nos acostumbramos tanto a sostener que olvidamos cómo soltar.
Y mientras tanto, seguimos aparentando fortaleza. Nos esforzamos por cumplir, por no defraudar, por mantener una imagen de control. Pero en el fondo, estamos cansados. Cansados de sostener lo que pesa, de fingir que todo está bien, de ignorar nuestras propias emociones.
Tal vez ha llegado el momento de bajar los brazos por un momento. De permitirnos sentir sin culpa, de darnos gusto, de escucharnos con honestidad. No se trata de abandonar nuestras responsabilidades, sino de recordar que nosotros también merecemos cuidado. Porque cuando dejamos de sostenernos, todo lo demás, tarde o temprano, se viene abajo. A veces, lo más valiente no es seguir sosteniendo, si no saber cuándo parar y permitirnos ser vulnerables.








