Por: Johan Steed Ortiz Fernández
El 24 de mayo, Neiva cumplió 413 años. Más de cuatro siglos de historia que deberían celebrarse con orgullo, pero que hoy nos invitan más bien a una reflexión profunda. Porque esta ciudad, tan llena de potencial y de gente valiosa, llega a este nuevo aniversario marcada por el abandono, la improvisación y la falta de liderazgo.
Sus calles están destruidas, los servicios públicos colapsados, la infraestructura olvidada, la inseguridad creciendo como una sombra que avanza sin freno, y los jóvenes sin oportunidades, perdiendo cada día la fe en el futuro. Neiva no está siendo gobernada con amor, ni con compromiso, ni mucho menos con visión.
Y justo en medio de este escenario, ese mismo 24 de mayo, nació mi hijo Salvador. El mismo día que Neiva celebraba su aniversario, y también el día de María Auxiliadora, la virgen que representa la ayuda del cielo. Esa coincidencia no fue menor: fue una señal, una sacudida emocional y espiritual que me recordó por qué decidí alzar la voz. Por qué no me acomodo al silencio, ni me resigno a ver cómo esta ciudad se hunde en manos de los mismos de siempre.
Salvador llegó para cambiar mi vida. Pero también para recordarme como su nombre lo sugiere, que esta ciudad necesita ser salvada. De la corrupción disfrazada de gestión, del abandono institucional, del clientelismo que se disfraza de liderazgo, y del silencio cómplice de quienes prefieren callar para no incomodar.
Hoy celebro su vida, y celebro también a Neiva. Pero no con fiesta ni con cabalgatas, sino con la firme convicción de que esta ciudad necesita un nuevo comienzo. Que no basta con recordar su fundación si no nos comprometemos a construirle un futuro digno.
Y mientras nace la esperanza, también golpea la realidad. Hace varios días, un hecho estremecedor nos recordó lo frágiles que somos como sociedad: un niño de 11 años, Lian, fue secuestrado por un grupo armado. No lo conozco, pero su historia me duele como si fuera mi hijo. Lo sacaron de su casa, lo arrancaron de su entorno, y lo convirtieron en una estadística más en este país que cada día se acostumbra más al horror.
No me importa a qué se dediquen sus padres. Lo que me importa es que estamos hablando de un niño. De una vida inocente, de una infancia robada, de una línea que nunca debió cruzarse. Lo que están haciendo esos grupos armados no tiene perdón. Y el silencio de la sociedad es cómplice así como un gobierno que mantiene atadas a nuestras fuerzas militares y de policía pero que fortalece a estos grupos al margen de la ley. No podemos seguir callando. No podemos permitir que la guerra nos robe lo más sagrado: nuestros hijos.
Y no es el único caso que duele. En Neiva, las balas también están apagando vidas inocentes. Hace pocos días, una joven de 24 años estudiante de la Universidad Surcolombiana murió asesinada al parecer por una disputa de bandas que hoy controlan los barrios más empobrecidos de la ciudad. La conocí a través de su madre, una mujer valiente que tuvo que irse del país para poder garantizarle una vida digna a ella y a su nieta. Su hija soñaba con ser docente, con transformar vidas desde la educación. Pero ese sueño fue silenciado por una bala que nunca debió existir. Mucha fortaleza para su madre y toda la familia.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que esto siga pasando?
Neiva está atrapada en una guerra silenciosa: la de las pandillas, el microtráfico y la falta de esperanza. Y eso es resultado directo del abandono estatal, de la ausencia de inversión social, y de una autoridad que perdió el control de los territorios donde más se le necesita. Donde el Estado no llega, llegan los criminales a ofrecerles a los jóvenes un arma o una muerte.
Alcalde, usted tiene hijos. Yo también. Como los tienen miles de ciudadanos que todos los días temen por su seguridad. Hagamos un pacto. No de aplausos ni de discursos, sino de acción. Deje de mirar para otro lado y démonos la mano para decirles a estos jóvenes que no todo está perdido, que hay otra forma de vivir, de crecer, de soñar.
Porque Neiva necesita dirigentes que no se escondan tras un escritorio, sino que caminen los barrios con dignidad, escuchen, abracen y propongan soluciones reales. Neiva necesita que volvamos a creer. Y yo, al ver nacer a Salvador, no puedo permitirme pensar que crecerá en la misma ciudad que se está cayendo a pedazos.
Salvador nació el día en que Neiva cumplió 413 años. Que ese sea el símbolo de un nuevo comienzo, de una ciudad que puede renacer si sus hijos deciden salvarla, no por interés, sino por amor. Porque la lucha no es por un cargo, es por la vida y un mejor futuro.








