Por: María del Carmen Jiménez
El lenguaje no es neutro ni inocente, tiene el poder de crear mundos, reproducir desigualdades, violencias, o transformarlas. Puede ser un instrumento de violencia tanto simbólica como directa. Pierre Bourdieu, plantea que la violencia simbólica se ejerce cuando una persona o grupo, impone significados o clasificaciones que refuerzan jerarquías sociales, discriminación, sumisión, exclusión, sin necesidad de coerción física.
Cuando se describe a determinados grupos como “indiamenta” “plaga”, “carga”, “enemigos” se les despoja de su humanidad, lo que puede justificar la violencia en contra de ellos. El lenguaje está vinculado al poder, regula lo que es posible decir, pensar y hacer en una sociedad. En términos de Foucault los discursos dominantes determinan lo que se considera normal, aceptable o desviado, institucionalizan un lenguaje a través de sus aparatos ideológicos y medios masivos de comunicación para clasificar y controlar a las personas.
Por ello, es clave volver la mirada al lenguaje inclusivo, no sexista, (así la RAE no lo apruebe) para visibilizar a los grupos históricamente marginados. Ser conscientes del lenguaje que usamos es un paso fundamental hacia una sociedad más justa e inclusiva; transformar el lenguaje es empezar a transformar la realidad. Las narrativas alternativas rompen con discursos hegemónicos y permiten imaginar nuevas realidades. A los que se creen históricamente dueños de los países y del mundo les incomodan estas narrativas, que se soportan en un lenguaje disruptivo porque visibilizan lo que siempre han pretendido ocultar, porque no se adapta al lenguaje del Status Quo.
El lenguaje disruptivo provoca reflexión, no complacencia, tiene gran fuerza ética pues denuncia lo injusto, desenmascara eufemismos del poder, rompe silencios impuestos. Recupera la memoria histórica que los relatos oficiales han borrado. Reconstruye la dignidad al nombrar con verdad, justicia y respeto, al devolverle la voz y humanidad a quienes han sido despojados de ella. Reivindica las identidades negadas de los pueblos indígenas, campesinos, mujeres, afrodescendientes sectores empobrecidos, recoge los testimonios y sentires de los pueblos, no de las élites. Este lenguaje amenaza al orden establecido, es incómodo porque es verdadero. No solo denuncia, sino que propone nuevas formas de nombrar y vivir.
El actual presidente de Colombia Gustavo Petro ha sido capaz de descolonizar la palabra de deshacer el lenguaje heredado del poder colonial. Por eso es admirado por muchos, censurado y odiado por pocos. Su discurso de respuesta a Isabel Díaz Ayuso ante el Parlamento Europeo, no fue una defensa personal: fue una reivindicación histórica y política del sur global frente al discurso de superioridad que aún persiste en sectores del norte. Convirtió el ataque que le hicieron en una oportunidad para pronunciar un discurso disruptivo de soberanía, dignidad nacional y memoria histórica. Decir la verdad y construir dignidad a través de la palabra es una forma profunda de resistencia y transformación.








