Por: Ernesto Cardoso Camacho
El sistema democrático que viene rigiendo la mayoría de los Estados del hemisferio occidental ha entrado en seria crisis. Los partidos políticos que son los vehículos a través de los cuales se genera la interacción del ciudadano con el Estado, han perdido en muchos casos su capacidad de interpretación de las necesidades sociales o en otros casos, se han convertido en clanes elitistas que usufructúan para su propio beneficio las prerrogativas que el sistema otorga con amplitud a las colectividades y organizaciones políticas.
Como bien se sabe, el régimen jurídico dentro del cual se expresa la democracia debe estar claramente establecido en la respectiva Constitución Política, así como en las leyes que desarrollan los principios en ella establecidos como imperativos, para garantizar el funcionamiento eficaz del Estado cuyo fin esencial no puede ser distinto a propiciar el bienestar individual y colectivo para la sana convivencia social.
Las circunstancias que han incidido en la evidente crisis del sistema democrático, se atribuyen por los analistas de la ciencia política a diversos factores; dentro de los cuales los más relevantes se identifican en la pérdida de los valores éticos y morales de quienes protagonizan el ejercicio del gobierno, donde el fenómeno de la corrupción impera tanto en el sector público como en el privado; la proliferación de partidos y movimientos que estimulan liderazgos personalistas, caudillistas y autocráticos; la escasa cultura política; el clientelismo electoral que florece en sociedades donde las desigualdades sociales son protuberantes; y recientemente en la desconfianza y falta de credibilidad ciudadana en la política y en los políticos a quienes asumen como mentirosos, corruptos y rosqueros.
Los ejemplos están a la orden del día especialmente en nuestros países hispanoamericanos donde han existido dictaduras civiles o militares que rompieron el sistema democrático, generando la sensación de que la democracia es imperfecta y los problemas se solucionan con regímenes fuertes que si bien es cierto ofrecen autoridad y orden, también ejercen el poder sacrificando valores esenciales como la libertad y el respeto por la tolerancia en la diversidad ideológica.
Las anteriores reflexiones permiten acercarnos a entender lo que ahora ocurre con nuestro modelo de Estado Social de Derecho consagrado en la constitución del 91, donde el sistema democrático se afianza en la división o equilibrio de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial.
Allí se expresa con precisión en el artículo tercero que “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la Constitución establece”. Luego, en el artículo cuarto, precisa la supremacía de la Constitución y la obligación política de obedecerla. Posteriormente la Carta Fundamental consagra los Derechos, las Garantías y los Deberes, donde señala con claridad los derechos fundamentales; los derechos Sociales, Económicos y Culturales; los derechos Colectivos y del Ambiente concluyendo en los mecanismos de Protección y Aplicación de tales derechos. Lo curioso es que LOS DEBERES Y OBLIGACIONES solamente se reducen a 9 señalados en el artículo 95.
Lo anterior demuestra en forma palpable que nuestra Carta Fundamental adolece de un claro desequilibrio entre derechos y deberes, generando así un desbalance democrático que termina siendo una causa eficiente del desgaste del sistema, acrecentado por un régimen político y electoral que estimula el caudillismo, el clientelismo y la corrupción; donde además acentúa la prevalencia del congreso sobre la soberanía popular.
El ejemplo más diciente acerca de cómo nuestra Constitución ha restringido la soberanía del pueblo en beneficio de la clase política asentada en el Congreso; haciendo de papel la democracia directa o de participación; en la cual cualquier posibilidad de ejercer tales mecanismos están subordinados al constituyente derivado, inclusive para cualquier mecanismo de reforma constitucional.
Por ello no es extraño que el Presidente Petro, quien llega al poder por la vía democrática, haya optado por acudir de manera insistente en apelar a la voluntad popular, desgastando en su argumentación el modelo vigente representado o mejor usufructuado por una clase política al servicio de intereses individuales y no colectivos, a la que responsabiliza de todos nuestros males con alta dosis de populismo demagógico.
Su estilo confrontacional y pendenciero le ha generado réditos si aceptamos que de acuerdo a los sondeos de opinión conserva, con el sol a las espaldas, un registro de aceptación cercano al 35%, capital político con el cual aspira a que, aupando la soberanía popular, logre incidir de manera determinante tanto en el próximo congreso como en la segunda vuelta presidencial.
Es curioso o por lo menos paradójico. Este concepto político acerca del Estado de Opinión, el cual refleja de cierta manera la trascendencia de la soberanía popular, ha sido expuesto desde hace varios años por el rival político más caracterizado del presidente Petro como es sin duda alguna el expresidente Uribe. Siempre se ha dicho en la ciencia política que los extremos ideológicos se tocan, o que como en la teoría de los espejos, se ven simultáneamente el uno con el otro.








