Por: Felipe Rodríguez Espinel
El evento realizado por el presidente Petro en Medellín el pasado 21 de junio ha generado una de las controversias más intensas de su administración, planteando interrogantes fundamentales sobre los límites de la política de paz y el mensaje que el Estado envía a la sociedad cuando otorga protagonismo público a quienes han sido responsables de graves crímenes.
La decisión de trasladar a nueve cabecillas de estructuras criminales para que participaran activamente en un evento presidencial constituye un precedente sin antecedentes en la historia política reciente de Colombia. Figuras responsables de masacres, extorsiones y el control violento de territorios urbanos, fueron elevados de facto al estatus de interlocutores políticos válidos en un escenario público. Esta acción trasciende el ámbito meramente procedimental para adentrarse en el terreno simbólico de la política. Cuando el primer mandatario de la nación comparte tarima con criminales condenados, se genera un mensaje ambivalente que puede interpretarse como reconocimiento implícito de su poder e influencia, más allá de las intenciones declaradas de construcción de paz.
Desde la perspectiva de Petro, este tipo de acercamientos responde a una lógica pragmática, sin embargo, el pragmatismo político no puede desvincularse completamente de los principios democráticos y del estado de derecho. La institucionalidad democrática se sustenta en la premisa de que la ley se aplica de manera uniforme y que el crimen no puede ser recompensado con reconocimiento político, independientemente de las consideraciones estratégicas.
Uno de los aspectos más preocupantes de esta estrategia es el riesgo de institucionalización de facto del poder criminal. Cuando el Estado otorga espacios de interlocución política formal a estructuras delictivas, puede estar legitimando involuntariamente su rol como actores con capacidad de veto sobre las políticas públicas. Esta dinámica genera un precedente peligroso: ¿qué impide que otros grupos criminales interpreten que la vía para obtener reconocimiento político es ejercer suficiente violencia hasta convertirse en interlocutores necesarios? La lógica perversa que puede derivarse es que el crimen exitoso conduce al reconocimiento político.
La construcción de paz en contextos urbanos violentos requiere inevitablemente de aproximaciones complejas que pueden generar tensiones entre principios democráticos y necesidades pragmáticas. Sin embargo, el reto consiste en encontrar fórmulas que no sacrifiquen la legitimidad institucional en el altar de la eficacia política. Colombia necesita paz, pero una paz que fortalezca, no que debilite, las bases de su democracia. La verdadera medida del éxito de una política de paz no debe ser únicamente la reducción de indicadores de violencia, sino también el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la consolidación de una cultura de legalidad que trascienda las coyunturas políticas.
En últimas, la pregunta que debe orientar este debate no es si el diálogo con criminales puede ser útil, sino cómo diseñar estos procesos de manera que contribuyan a la construcción de un Estado más fuerte y una sociedad más justa, en lugar de legitimizar inadvertidamente el poder de quienes han causado tanto dolor a las comunidades colombianas.








