Por: Felipe Rodríguez Espinel
En un país donde millones de colombianos luchan diariamente para pagar sus facturas, pocos conocen que año tras año sus impuestos financian una millonaria maquinaria política que, irónicamente, ha demostrado ser incapaz de cumplir sus promesas de transparencia y buen gobierno. Para 2025, se estableció un presupuesto de 511 billones de pesos para toda la nación, en un contexto donde el gobierno enfrenta un déficit de 12 billones de pesos y ha tenido que realizar recortes drásticos en sectores esenciales.
¿Vale la pena esta inversión? En 2019, cuando Colombia tenía 17 partidos políticos, se repartieron 54.000 millones de pesos entre estas colectividades. Para 2024, con 37 partidos reconocidos, el monto aumentó a 102.000 millones de pesos. Aunque la cifra global creció, al dividirse entre más agrupaciones, cada partido recibió menos recursos que antes. Este fenómeno ha desencadenado una peligrosa consecuencia y es la dependencia de financiación privada. Cuando el Estado no cubre las necesidades operativas de los partidos, estos recurren a fuentes alternativas de financiamiento que, en no pocos casos, han resultado ser cuestionables o abiertamente ilegales.
Nuestro sistema de financiación electoral funciona bajo un modelo dual, combina recursos estatales con aportes privados. Para las elecciones presidenciales de 2026, el CNE estableció que cada candidato puede gastar hasta 37.110 millones en primera vuelta, de los cuales hasta el 20% puede provenir de fuentes privadas. La teoría detrás de la financiación pública es noble pues busca nivelar el campo de juego electoral y evitar que los más ricos dominen la política. Sin embargo, la práctica ha demostrado algo muy diferente. Los controles sobre el origen y destino de estos recursos son notoriamente débiles.
Uno de los fenómenos más perversos que financia este sistema es la compra masiva de votos. En municipios pequeños, donde las elecciones se definen por pocos votos, candidatos movilizan electores de municipios aledaños, pagando por cada voto obtenido. Esta práctica, conocida como trashumancia electoral, ha resultado definitiva en numerosas contiendas. Los costos de estas campañas son elevadísimos. Incluyen no solo el pago directo a votantes, sino también a operarios políticos, líderes comunitarios y mochileros que manejan el dinero. Lo más grave es que esta práctica afecta principalmente a los más pobres. Son ellos quienes, paradójicamente, son más propensos a vender su voto, profundizando así las desigualdades sociales que el sistema electoral debería ayudar a corregir.
Cada colombiano que paga impuestos está financiando un sistema político que, lejos de servir al interés general, parece diseñado para perpetuar privilegios y facilitar la corrupción. La reforma al sistema de financiación electoral no puede esperar más. Necesitamos controles más estrictos, transparencia real en el origen y destino de los recursos, y castigos ejemplares para quienes violen las normas. Pero, sobre todo, necesitamos una ciudadanía informada que entienda que el costo de la política no solo se mide en pesos, sino en las oportunidades que perdemos cada vez que toleramos la corrupción, seguiremos pagando una factura cada vez más alta por una democracia cada vez más precaria.








