El fin de semana pasado tuve la oportunidad de ver el nuevo documental de Netflix, El caso Fernando Báez Sosa, que cuenta la historia del asesinato de un joven en la provincia de Buenos Aires después de una golpiza propinada por otros ocho jóvenes; este documental no es solo la reconstrucción de un crimen atroz; es el espejo incómodo de una sociedad que prefiere culpar al monstruo antes que preguntarse cómo lo creó. Verlo duele, incomoda y revuelve el estómago, porque detrás de la brutalidad de aquella madrugada captada en videos de celulares ( un video que duro 50 segundos) hay una ecuación que combinó, de forma letal, tres factores que conocemos bien en la práctica médica y en el análisis del comportamiento humano: alcohol, presión de grupo y necesidad de aceptación. Una fórmula tan peligrosa como subestimada.
El consumo de alcohol en adolescentes altera de forma dramática su capacidad para evaluar riesgos. Neurobiológicamente, el cerebro aún está en construcción: la corteza prefrontal —responsable del juicio, control de impulsos y toma de decisiones— termina de madurar cerca de los 25 años. Bajo alcohol, esa inmadurez se amplifica.
Lo que queda activo es el sistema límbico: emocional, impulsivo, reactivo. El adolescente, en ese estado, interpreta la provocación como amenaza, la broma como desafío y la violencia como posibilidad. El documental lo muestra sin necesidad de explicaciones técnicas: golpes descontrolados, incapacidad de detenerse, ausencia de empatía en tiempo real.
Comportarse de manera distinta al grupo no es trivial para un joven; es prácticamente equivalente a sentirse expulsado. La identidad adolescente es frágil, maleable, dependiente de la mirada del otro. Y la presión grupal funciona como una corriente subterránea, silenciosa, pero irresistible.
En el caso Báez Sosa, no hubo un líder moral que frenara la escalada; hubo un grupo que se retroalimentó. Y cuando el grupo valida, se anula la voz interna. El grupo no solo participa: multiplica el riesgo.
Muchos adultos olvidamos esto; para un adolescente, la risa del grupo pesa más que la advertencia interior; la aprobación, más que la consecuencia. Una pelea mal entendida puede verse como un gesto de “valentía”, una forma de pertenecer. La tragedia emerge cuando esa “valentía” se vuelve violencia ciega.
Lo que para un adulto es obvio, para un adolescente es abstracto. Por eso, en su universo mental, una pelea puede ser “chistosa”, “un juego” o “un reto”. Hasta que no lo es. En el caso de Fernando, esa brecha entre intención y resultado se transformó en tragedia irreversible.
Después del crimen, llegó lo predecible: el espectáculo. Medios, redes sociales, portales de opinión, transmisiones minuto a minuto, ediciones forzadas, paneles improvisados, juicios públicos sin evidencia ni rigor. Todo servía: teorías, rumores, insultos, linchamiento digital.
Las redes sociales, sin filtros, convirtieron la dolorosa historia de una familia en alimento para el morbo colectivo. Cada detalle se diseccionó. Cada gesto se juzgó. Se instaló un discurso de odio que, lejos de buscar justicia, alimentó la violencia simbólica.
El caso Fernando Báez Sosa no ofrece consuelo. Ofrece advertencias. Nos recuerda que una decisión impulsiva, bajo alcohol y validada por un grupo, puede matar a un joven, destruir a ocho más y fracturar las familias para siempre.
Es el tipo de tragedia que revela, sin anestesia, nuestras vulnerabilidades como sociedad. Una sociedad que deberá decidir si sigue reaccionando con furia o si, por fin, aprende a prevenir.








